Por Sitri Deimos
En la más absoluta desesperación, el neurofisiólogo sucumbía de angustia. Su ejercicio profesional en el tratamiento de parasomnias, y su investigación sobre la lucidez en el período de sueño, lo habían conducido, años atrás, hacia el País de las Salamandras. Desde entonces, habían sido incontables las veces que había vivido y soñado con estas tierras. Y más vivido y menos soñado.
Más vivido, puesto que, en sus trances de sueños lúcidos, en los que evocaba el lugar noche tras noche, había morado como un poblador en sus tierras. Más vivido, al sentirse abrasado por su incesante sol ardiente, el cual daba paso a la gélida noche sin atardecer conciliador y en el que se abandonaba de nuevo, a un día sin amanecer, sin horas y sin tiempo determinado que decretase sobre esas jornadas eternas o fugaces de noches y de días. Más vivido, al beber de sus fuentes, que lo traspasaron de sensaciones sobrehumanas, más allá del placer y del dolor. Más vivido, al cohabitar con sus habitantes, tan distantes como hospitalarios, que lo acogieron en sus dominios, le ofrecieron hospedaje en sus blancas casas-cueva de rocas y lo obsequiaron con deliciosos manjares que fundían los sabores de la carne, la fruta y el vino en el mismo bocado.
Y menos soñado, pues cada vez eran más las sombras que le acechaban entre los pliegues de la realidad, desvaneciéndose las fronteras entre lo consciente y lo inconsciente. Y menos soñado cuando atónito, estupefacto y fascinado, descubrió, una mañana al despertar, que, sobre su mesa de noche, reposaba una cajita tallada en jaspe rojo con un relieve en el que se encumbraban un par de salamandras, presente que recibió del mismo soberano del País de las Salamandras, el Emperador Oromasis, en una de sus visitas al reino onírico. Y menos soñado, puesto que resultaba cada vez más costoso adentrarse en el viaje deseado a las tierras de las salamandras, a pesar de haber desarrollado una fluida habilidad, casi natural, en la experimentación de sueños lúcidos.
Esta imposibilidad de tránsito a su tierra anhelada le provocaba una tremenda desazón que rozaba lo desesperante. Intentó descubrir el motivo, el elemento que le impedía realizar su viaje cada vez que lo deseara. Y tras meses (o quizás años, puesto que el tiempo ya había perdido el interés para el doctor) de estudio y experimentaciones en la inducción del sueño, descubrió que, con una determinada frecuencia sonora, no solo se lograba inducir el sueño de manera casi inmediata, sino que estos sueños siempre eran del todo lúcidos. Y con esta premisa continuó incesantemente su búsqueda hacia el factor que desencadenase, no solo la lucidez, sino la entrada directa al País de las Salamandras.
En su oscuro estado de desesperación, el doctor encargó elaborar un artefacto capaz de generar estas ondas cerebrales para lograr el sueño lúcido súbito, a partir de las frecuencias sonoras emitidas por el mismo. Averiguó que, con una frecuencia determinada de hercios, se podía inducir el sueño y que, utilizando otra frecuencia diferente, se sucedía un sueño lúcido inmediato.
Este ingenio, un híbrido de ingeniería y neurociencia, obtuvo un fructuoso resultado, ya que era capaz de manipular los sueños del durmiente, concediendo la lucidez en los dominios oníricos como nunca antes se había concebido.
El neurofisiólogo ensayó la aplicación del artefacto con sus propios pacientes, algunos de ellos con disomnias resistentes a la medicación, y, otros, con parasomnias como los terrores nocturnos. Todos los casos obtuvieron unos excelentes resultados. No se demoró en extenderse el tratamiento al ámbito sanitario nacional e internacional. No se demoró la oferta de un laboratorio farmacéutico para obtener la patente del artefacto. Y no se demoró la farmacéutica en comercializarlo. Al principio, con fines terapéuticos. Después, con fines lúdicos. Fueron muchos los curiosos y fueron muchos los ya conocedores, pero igualmente buscadores, de experiencias más allá de la realidad tangible. Multitudes caprichosas por la oportunidad de poseerlo y explorarlo.
Sin embargo, lo que comenzó como una simple curiosidad para unos, o deseo y búsqueda de iluminación para otros, pronto se tornó hacia lo impensable. El doctor nunca hubiese imaginado que su artefacto conduciría a sus usuarios a un abismo de obsesión. Miles de personas sucumbieron bajo el aparato en una profunda dependencia al sueño lúcido. Así, las horas y los días se consumían al mismo tiempo que los adictos al artefacto. La adicción a la lucidez onírica se convirtió en una plaga que arrasó con más fuerza que cualquier enfermedad o droga conocida por el hombre. Así, fueron muchos los que abandonaron sus trabajos y muchos los negocios que clausuraron. Las calles, más despobladas que antaño, eran el resultado de todos aquellos que quedaron confinados en sus hogares, que ya no salían de ellos, que ya no se relacionaban con otros, ya que no deseaban otra cosa que dormir y soñar. Escapar de la adversa realidad o vivir una onírica vida deliciosa.
No tardó la adicción en convertirse en muerte. No tardó en retirarse el artefacto del mercado. Y no tardó en extenderse un amplio mercado negro en torno al aparato que movilizó mafias y tráfico ilegal del producto. Se habló de la “crisis del sueño”.
El neurofisiólogo nunca llegó a conocer esta crisis. Nunca llegó a conocer el alcance de su artefacto. El doctor falleció, desnutrido, deshidratado y confinado en su hogar. Perdió la vida durmiendo. Y, posiblemente, soñando con el País de las Salamandras.