Sueño Reparador

Sueno reparador

Por: Sitri Deimos

Fragmento de «Las Leyendas de la Carne»

Pasado ya el mediodía, ruedo por la interminable carretera que pone fin a la capital de la provincia y que da acceso a las diversas zonas rurales que la circundan. El clima no es precisamente favorable. Un viento devastador y una lluvia incipiente hacen que la visibilidad sea dificultosa y que despierte en cualquier conductor intranquilidad o, al menos, molestia. Pero yo ya hacía tiempo que había dejado de abrigar preocupación alguna. Años atrás comencé a albergar un abatimiento cada vez más incipiente que invitó a unirse a la ansiedad, desembocando en una rigurosa angustia constante. Las visitas a diversos profesionales, junto con la medicación, que justo unos días antes había abandonado por mero hastío, me han provocado una abulia y anhedonia tan intensas que ya no recuerdo cuando comencé a dejar de sentir.

Desde lejos vislumbro el cartel indicativo al desvío que me conduce a mi destino. Me dirijo al mismo, no sin cierta dificultad, pues la carretera dibuja una abrupta curva que sorteo como puedo. Me quedo totalmente atónita al ver que, tras esta desviación imposible, me deslumbra un sol y una luminosidad propias de un día de agosto y experimento la sensación de haberme adentrado en una dimensión diferente a la que me encontraba un instante atrás. Extraño.

Abandono la carretera y cojo una desviación extraordinariamente empinada y tan estrecha que solo contiene un carril. Está repleta de continuas y ensortijadas inflexiones. Me consuela pensar que, por lo menos, la chica de la curva no se me va a aparecer, dado que, en estas circunstancias, seguro que se dio de baja hace tiempo. Me preocupa, no obstante, que otro vehículo baje en dirección contraria a la mía. Hacia un lado se encuentra la pared natural del cerro y, hacia el otro, su abismo correspondiente. La carretera la han construido sobre el monte. Una opulenta montaña, imponente en su intimidante apariencia, que ha sido amputada, cortada, mutilada y castrada, a la que han devastado y vaciado. Modelada para la comodidad y conveniencia requerida.

Trascurre un tiempo que se me hace eterno sorteando las torsiones de la vía, hasta que, por fin, llego a mi destino: Gribralmolok. Es un pueblo apartado de la capital, en plena serranía, que ostenta el privilegio, según me he documentado, de ser el lugar que data de una mayor antigüedad en la región, a pesar de no ser en absoluto conocido. Su nombre, al igual que el de la provincia a la que pertenece, tiene procedencia fenicia y hace honor a una antigua entidad que se suponía su patrón. Conforme me adentro con el coche, tengo que bajar aún más la velocidad del vehículo, puesto que el lugar se compone de una triste calle que, por empatía con el camino que la conduce, es igualmente inclinada y retorcida. Cuestas empinadas y ondulantes situadas entre un vertiginoso acantilado cercado por unas rústicas vallas de dudosa seguridad, y unas viviendas que, más que casas rurales, se asemejan a chabolas abandonadas. Pero pronto compruebo que no lo están. Los lugareños, molkovitas es su gentilicio, al rumor de mi coche, un coche forastero, salen de sus habitáculos como prorrumpen los insectos cuando son fumigados en su nido: rápidamente y con cierto desconcierto. A pesar de que muchos de ellos irrumpen en mitad del camino por el que circulo, no les amonesto con el claxon, ni hago ninguna señal de aspavientos para que se aparten. Espero pacientemente, les sonrío y les saludo cordialmente. Mi afición al género de terror y fantástico me ha enseñado que cualquier incidente, malentendido, o conflicto con los lugareños de un sitio recóndito, que visita el protagonista de turno, es la premisa habitual de una historia con final no precisamente venturoso.

Mientras sorteo los inoportunos obstáculos, propios del camino y de sus aldeanos, me fijo en el curioso aspecto que estos ostentan. No por su vestimenta, que es similar a la de cualquier colectividad actual, sino por sus rasgos que, seguramente, son fruto de la endogamia por lo aislado del lugar. Todos tienen los ojos de un azul apagado e intenso y una piel muy morena, de un tono tan mortecino como sus ojos, que da incluso la impresión de ser violeta. Se me asemejan a los elfos oscuros que ilustran los manuales de D&D. Las casas, que en un principio me parecieron destartaladas, parecen obedecer, una vez observadas de nuevo, a una cierta simetría. No son arquitecturas normales, pero presentan una peculiar correspondencia unas con otras. Poseen una disposición que da a entender que se han ido construyendo sobre la marcha o la necesidad. Algo más cercano a lo práctico que a lo estético.

El ruido de unas motos me saca de mis pensamientos. Un grupo de niños que no parecen tener más de 12 años me comienza a seguir pueblo a través con motos de alta cilindrada. Genial, tengo escolta. Les sonrío tras el cristal de la ventanilla del conductor. Son todos iguales en iguales motos desvencijadas. Es posible que sean todos hermanos. Es posible que sean todos primos. Es posible que sean primos y hermanos al mismo tiempo.

Custodiada por los aldeanos motoristas, alcanzo el término del pueblo, siendo consciente de que la orografía de la sierra no permite subir más. Mi destino: una posada rural donde alquilar una habitación con todo incluido, cuyas señas había encontrado por casualidad, y que decidí escoger por lo aislado de su ubicación. Mientras estaciono mi coche en una pendiente imposible (se ve que este tipo de inclinaciones absurdas son parte del patrimonio del pueblo), tengo dos pensamientos. Uno es que quizá me hubiese excedido al elegir el grado de recogimiento del lugar. El otro es que no me gusta en absoluto cómo me miran los jóvenes lugareños de las motos. Me empiezo a arrepentir profundamente de esta escapada de relax. “Tómate un descanso”, me dijeron. “Vete a algún sitio apartado y desconecta”, me dijeron. “Te vendrá bien relajarte y salir de tu zona de confort”, me dijeron. Y todas aquellas sugerencias vuelven a mi mente ahora como consejos malavenidos provenientes de necios que se aventuraban a predicar aquello que ni practicaban, ni sobre lo que tenían ni juicio ni criterio. Pero ya está hecho y, lo más importante, pagado.

Los motoristas permanecen medianamente alejados del vehículo, aunque vigilando. Posiblemente, pienso para consolarme, mi llegada es lo más emocionante que estas personas han vivido en semanas, o incluso meses.

Ante mí, la posada. Es de ladrillo visto, pero con adornos de estuco de piedras verdes y moradas. Reconozco que, frente a la horterada de referencia a la bandera provincial, el resultado no ha sido muy devastador. Llamo al timbre de la hacienda sin encontrar respuesta. La muchachada sigue observando, para mi inquietud. Tres intentos de reclamo más. Nada. Silencio. Llamo por teléfono al número con el que contraté la habitación y me responde una voz femenina con marcado acento regional. Disculpándose por su ausencia que, según señala, se prolongará todo el fin de semana, me indica un número clave que da acceso a la posada y que podía disfrutar de todo aquello que desease del recinto, puesto que no había más huéspedes alojados en ese momento. ¿Cómo? Mientras alucino por lo absurdo de la situación, me sigue explicando donde encontraré la tarjeta de acceso a mi habitación y me repite que disponga de todo lo que guste en el pequeño restaurante de la casa. De nuevo me reitera el número del código de acceso al lugar. Al finalizar la llamada me doy cuenta que tenía activado el altavoz de manos libres. Mierdástico. Ahora toda la juventud molkovita que me observa ha escuchado alto y claro la clave de entrada. Escenas cinematográficas de largometrajes como “Escupiré sobre tu tumba”, “Perros de paja” y “Deliverance”, entre otras, empiezan a irrumpir en mi cabeza de modo invasivo. Sola por completo en una posada sin huéspedes. Sola por completo en un lugar recóndito. Lugareños extraños que saben cómo acceder al sitio donde voy a pasar los días y las noches. ¿Qué puede salir mal?

Con este pensamiento, y de muy mal humor, accedo a la finca, recojo la tarjeta que estaba en el lugar indicado y me dirijo a mi habitación. Echo un vistazo a mi alrededor. El lugar parece muchísimo más amplio por dentro que por fuera. Tiene varios salones, un restaurante con terraza y una escalera que da paso a las habitaciones.

Mi habitación es enorme. Tras la puerta hay una escalera desde la que se puede observar toda la estancia, en un nivel inferior. Me asombro de lo inmensa que es. La decoración es arabesca y me evoca imágenes de lo que podía haber sido un aposento real de la antigua Babilonia. Grandiosa cama con bisel, escritorio, sofá de diseño oriental y una entrada a una terraza con increíbles vistas a la sierra. Todo ello rodeado de numerosas columnas de piedra verde. El material es el mismo que el del estuco de la entrada. ¿Malakita, tal vez? El cuarto de baño no se queda corto en lujos. Lavabo de dos senos, inmensa ducha de hidromasaje, sauna y baño turco. Al final de la sala, dos columnas, similares a las de la habitación principal, abren paso a una pequeña escalera hecha con la misma piedra verde que conduce a un jacuzzi que, por sus dimensiones y estructura, podía pasar por una pequeña piscina termal. Velas rodeándolo todo y champagne de bienvenida. Comienza la fiesta del relax.

A pesar de mis pronósticos, la tarde se me pasa corta. A pesar de mis pronósticos, encuentro la relajación que no esperaba encontrar. Y, a pesar de mis pronósticos, puedo, por primera vez, reflexionar seriamente sobre cómo había podido llegar a ese estado de abulia emocional y desgana, no solo de la vida, sino incluso de la misma muerte. Y es que incluso las rumiaciones de suicidio que pueblan mi mente ya hacía años que me eran indiferentes. Creo que he llegado a un término de que, simplemente, hay algo roto en mí. Algo que no tiene arreglo alguno.

Llega la noche y me encuentro terriblemente cansada. De pronto, en el silencio, escucho ruido de motos. Debe ser la muchachada pueblerina que me hizo de escolta y que conoce, además, el código de acceso a la posada. Me asusta que puedan entrar a la hacienda. Estoy aquí sola. En un gesto infantil, cierro el cerrojo de la puerta de la habitación, sabiendo que ese tipo de sencillo pasador es fácilmente sorteable. Únicamente un empujón, y acceso. ¿Y ahora, qué?

Estoy asustada, pero asombrada a la vez de cómo me siento, ya que no recordaba haber tenido ningún tipo de emoción desde hace meses o incluso años, ni siquiera miedo. Pero también estoy cansada. Muy cansada. Y me voy a la cama con el pensamiento de que, pase lo que pase, tampoco puedo hacer nada. Dejo la luz de la mesa de noche encendida y el móvil cerca de la cama, por si pasase algo tenerlo a mano para poder llamar a la policía o a emergencias. Eso me tranquiliza algo.

Me duermo antes de lo que podía haber imaginado. Tengo sueños pesados. Algo o alguien manipula mi cuerpo como si de un puzle se tratase. Intentando unir piezas desordenadas. Es como una partida de Candy Crush con mi carne. Me despierta un ruido. ¿He escuchado algo o estoy soñando? Atenta. No, hay ruidos. Escucho voces, pasos. Me intento levantar. No puedo. Estoy paralizada. Siento un tremendo miedo. Terror. Intento una vez más moverme inútilmente. Sufro una especie de parálisis de sueño. Los ruidos se acercan cada vez más. Mi corazón se acelera cada vez más. Golpean la puerta de la habitación. Una vez, otra vez. Escucho como la puerta cede y los pasos de personas bajando las escaleras hacia mi habitación. Un olor nauseabundo invade la estancia. Mi posición acostada, y la poca luminosidad de la estancia, me impide ver con claridad, pero identifico que son los niños de las motos.

Efectivamente, han entrado en la posada con el código. ¿Cómo he podido ser tan estúpida de no haber hecho nada cuando sabía que esto podía pasar? Pero ya es tarde. Vuelvo a intentar moverme sin éxito. Veo que portan algo. ¿Qué es? ¿Una piedra? Han colocado una especie de escultura redonda enorme en el centro de la habitación. El objeto medirá aproximadamente un metro y medio de diámetro. Los jóvenes que rodean mi cama me levantan y me llevan hasta el artefacto redondo. Parece de color verde, de la misma piedra del estuco de la hacienda, y con numerosos agujeros. Entre un grupo comienzan a introducirme dentro de la esfera por uno de los agujeros. No quepo. El agujero es pequeño. ¿Estoy soñando todo esto? No. No puedo estar soñando. Los sueños no duelen, ¿verdad? Y me está doliendo. Siento la presión al entrar en el objeto, como la piel se desuella y como los tendones se estiran de modo imposible. Oigo el crujido de mis huesos. No puedo gritar, pero siento las lágrimas caer en mi cara. Conforme logran embutir mi cuerpo dentro de la piedra me doy cuenta que no está hueca, sino que tiene, a su vez, otras dos esferas interiores, una dentro de la otra con equivalentes agujeros. Es como una muñeca rusa esférica.

Proceden a encajar mis extremidades en los agujeros coincidentes de las tres esferas, de modo que mis brazos y mis piernas sobresalen hacia el exterior. El dolor es muchísimo mayor que el experimentado con anterioridad. ¿Por qué no me desmayo de dolor? Pero el dolor solo acaba de empezar. Me doy cuenta de que las dos esferas interiores están sueltas, con autonomía de movimiento, de modo que pueden girar independientemente las unas de las otras. Y eso es lo que ocurre. Las esferas interiores comienzan a girar, pero en direcciones diferentes. Mis extremidades sobresalen de la esfera principal, así que el desplazamiento me desgarra los miembros. Pero no es solo eso. Mi cuerpo estaba encajado cuando los agujeros de las tres esferas estaban alineados, pero, al moverse las partes interiores, lo destrozan. Y no por un solo lado. Las esferas se mueven enloquecidamente en diferentes ángulos, sin orden, aleatoriamente, una independiente de la otra. Mi cuerpo despedazado. Descuartizado. Dolor extremo. ¿No debía haber muerto ya? No veo sangre. Ya no escucho ni siquiera crujir mis huesos. Solo está el dolor.

Despierto sobresaltada y empapada de sudor. Es de día. Me miro y mi cuerpo está intacto. Lo he soñado todo. Pienso que no podía ser más cliché de película de terror y me siento estúpida. Pero, a pesar de la pesadilla, fisiológicamente ha sido un sueño reparador. No obstante, el dolor lo recuerdo como si lo hubiese experimentado realmente. El recuerdo es real, no como el que se rememora de un sueño. Miro la puerta de la habitación. El cerrojo está roto. Siento miedo. Siento ganas de salir de aquí. Siento ganas de volver a la ciudad, y salir y ver a mi familia y amigos. Definitivamente, siento. Y me doy cuenta entonces. Los molkovitas no querían matarme o torturarme. La esfera no era un instrumento de suplicio: me estaba reparando.

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