Por: Sitri Deimos
Fragmento de «Las Leyendas de la Carne»
Una mala bestia. Mandíbula dotada de patas. Orejas pequeñas, finas y juntas. Dos pequeños ojillos oblicuos de color negro. Robusto, musculoso, con escápulas anchas. Muslos bien desarrollados y fuertes. Testosterona en su estado puro. Agresividad hecha carne. Cumplida cría selectiva recreada para el ataque. Pero ese día estaba inquieto, extraño, agitado.
Molesto por el inusual comportamiento del perro, le increpo:
– ¿Qué coño te ocurre? –Me devuelve la mirada como si yo no entendiese algo obvio.
El animal da un tirón de la correa y me dejo arrastrar hacia una zona del parque más alejada y descuidada. Zonas de malas hiervas. Zonas donde la gente no lleva a sus hijos ni a sus perros. Zonas donde un yonki iría a colocarse. Espero paciente mientras el perro olisquea y husmea, excesivamente perturbado, entre la dejada vegetación. Para en seco. Babea, gruñe y saca los dientes. Y ahí está, en el interior de un arbusto: una niña. Una cría pequeña de ropa mugrienta, harapienta, roída y de cara también sucia que me observa agazapada en el matorral con unos ojos azules oscuros enormes. Joder, hoy debe de ser mi puto cumpleaños. El perro da vueltas sobre sí mismo, salivando, agitado y excitado. Me dirijo a la niña:
-No te preocupes, no hace nada. Solo está jugando. – Digo señalando a la mala bestia. – ¿Qué estás haciendo aquí, pequeña? – La niña me responde llevándose un dedo a la boca en gesto de silencio.
– ¿Estás jugando al escondite? –Ella asiente. –Pues este es un escondite muy malo. Fíjate que te hemos encontrado. Yo conozco un lugar mejor para esconderse, ¿quieres que te lo enseñe? – La niña asiente en silencio, se levanta y me coge la mano que le ofrezco.
Atravesamos el parque, con cuidado de pasar desapercibidos, esquivando a paseantes y viandantes. Observo a la chica. No parece tener más de ocho años, pero tampoco menos de seis. Sea como fuera, ya le cabe. Tiene el pelo tan negro que casi parece azul y un tono de piel muy moreno, tanto que roza lo violáceo. Posiblemente es de padres inmigrantes. Posiblemente se ha escapado de un centro de acogida. Posiblemente, nadie la está buscando.
La niña no opone resistencia en entrar a mi casa. Tampoco la manifiesta cuando la levanto en brazos. (que poco pesa…) para sentarla en uno de los altos taburetes que rodean mi mesa de trabajo. Una mesa de más de dos metros de largo. Una mesa de madera maciza clavada al suelo. Una mesa hecha para soportar cualquier tipo de peso. Los pies de la niña cuelgan del asiento, balanceándose y dejando al descubierto sus delgadas piernecitas. El perro sigue inquieto. Corretea de un lado para otro y no deja de emitir gruñidos. Le amonesto con un grito.
– Solo está jugando. – Le digo a la niña.
– ¡Anda! – Digo señalando sus piernas. – Tienes los cordones del zapatito desabrochados. Te los voy a atar bien para que no te tropieces y te hagas daño.
Ella me mira. No contesta.
Me arrodillo para atar los desgastados y corroídos cordones de lo que debieron ser, en sus tiempos mejores, unas zapatillas deportivas. Ahora, con manchas y agujeros, su color es imposible de determinar. Tanto la ropa de la cría como el calzado deben tener más edad que ella misma. Atándole los cordones, le deslizo la mano por la piernecita. Primero una y después la otra. Huele mal. El calzado, la ropa y ella desprenden un hedor casi insoportable. Me da una arcada. Necesita un baño. La miro de nuevo. Es andrajosa en sí. Pelo grasiento, cara roñosa, churretes. No tiene lóbulos en las orejas. Fetidez. No, ese olor no puede provenir de un ser humano.
– Creo que has pisado una caquita. – Le digo mientras le levanto uno de sus piececitos.
El perro sigue gruñendo desesperado. Me pongo en pie y le vuelvo a gritar. Me dirijo a la niña para tranquilizarla:
-No hace nada. Solo está jugando.
La niña se pronuncia por primera vez:
– Quiero irme. Quiero irme a jugar. –Tiene un acento peculiar, pero no lo identifico con ninguno europeo. Parece un extremeño o un andaluz cerrado.
– Pero si vamos a jugar. Vamos a jugar a un juego muy divertido. Mira esto… – Me dirijo hacia una estantería repleta de algunos trofeos de mis otras víctimas, mayormente muñecos y juguetes. Cojo una seudoversión barata de Mr. Potato y se lo muestro.
– Es un juego muy divertido, le puedes quitar la nariz, los ojos, las orejas, la boca… Y luego se las pones de nuevo.
La niña sonríe. No parece haber visto un juguete en su vida. Con gran entusiasmo me quita el juguete que le ofrezco de las manos y lo observa con atención. El perro continúa excitado y dando vueltas. Ella no parece intimidada.
Escucho ruido fuera, tras la puerta. Me sobresalto. El hedor de la chica me inunda. Me da una arcada. Siento nauseas. El perro comienza a ladrar y gruñir. Miro a la niña, feliz con el juguete, y me devuelve la mirada con sus grandes ojos azules. Los ruidos tras la puerta aumentan. Los ladridos del perro aumentan. Mi nausea aumenta. Estoy mareado. Alguien ha entrado en la casa. Una hediondez ha entrado en la casa. Más nauseas. Vértigo. Me sujeto a la mesa. En la habitación entra un grupo de niñas sucias de pelo negro, pieles violáceas y ojos azules. Una de las niñas se acerca al perro y lo acaricia. El perro se encoge. Tiene el rabo entre las piernas. Está aterrorizado. Se caga encima. Yo también me cago encima. La niña, aun en el taburete, señala a la pequeña intrusa que permanece manoseando al animal y le dice al perro:
– No te preocupes, perrito. No hace nada, perrito. Ella solo está jugando.
Me caigo al suelo. No me puedo mover. Siento que me rodean. Escucho como las niñas se acercan a mí. Escucho al perro gemir y llorar. Escucho la voz de la niña que se dirige a sus amigas:
-Es un juego muy divertido, le puedes quitar la nariz, los ojos, las orejas, la boca… Y luego se las pones de nuevo.