«Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará» (Lucas 9: 23–24).
Después de más de 2000 años de historia, nos hemos deshecho la idea de Dios, sin embargo, aún cargamos a nuestras espaldas con el peso de su moral. El cristianismo, si es entendido como la moral dictada por Dios, no solo conlleva la creencia en una entidad sobrenatural a la cual se le atribuye la omnipotencia, omnisciencia y la omnibenevolencia; sino a la interiorización de todo un sistema de moral y filosófico que los individuos aceptamos y tomamos por natural mediante los complejos procesos de socialización. Por tanto, la religión, como institución socializadora que es, tiene la función de inculcar las normas, códigos y valores que los individuos deben tener en la vida en común con la sociedad.
Sin embargo, sería falso afirmar que la religión es la única institución social que participa en la socialización de los individuos. A su vez, la familia, la escuela o los medios de comunicación juegan un papel importante en el desarrollo de las normas y valores que las personas reciben a lo largo de su vida. En tanto, si cabe, la religión – y especialmente en occidente, el cristianismo – ha impactado de manera significativa en la formación moral de sus gentes. No es lugar aquí para analizar cómo participan dichas instituciones en la formación del sujeto, empero, es necesario señalar su debida importancia, pues solo así se es consciente del papel que la Iglesia ha tenido en la vida de las personas.
En cuanto a la Iglesia, las diferentes doctrinas cristianas se diferencian entre sí por su propósito moral. Sin ánimo de reducir sus doctrinas, el catolicismo ha puesto hincapié en la idea de la salvación del individuo mediante la redención de Jesucristo en la cruz. Solamente si el individuo sigue su ejemplo, será capaz de alcanzar la redención en la supuesta vida eterna. Por el contrario, el protestantismo de Lutero y Calvino es más radical si cabe. Niega la posibilidad de la salvación, pues sólo Dios es capaz de salvar el alma (entiéndase en su contexto religioso), y entiende que los individuos ya están predestinados desde su nacimiento al cielo o al infierno. Nada de lo que hagan en vida puede cambiar su destino, que depende únicamente de la voluntad divina de su creador. El protestante, únicamente por la acción de su trabajo, puede conocer el destino final de su alma. Si durante su vida, las cosas, en general, les ha ido bien, tiene la certeza de que su alma se salvará. En cambio, si su vida ha experimentado el fracaso de forma reiterada, tiene la certeza de que estará condenado en el más allá. Pero el catolicismo ha negado esta idea. Tiene fe en que las acciones que realizan en la vida terrenal repercuten de manera significativa en la vida eterna. De tal manera, se ha creído que aquel que no ha seguido la ética promulgada por el cristianismo, estará condenado durante toda la eternidad a sufrimientos y castigos inimaginables. Tal idea es, ciertamente, absurda en su fundamento. Supone que Dios, como ser eterno y omnipotente, no tiene otra cosa que hacer que vigilar el comportamiento de su creación y, en función de su conducta, le será dado su destino eterno, sin posibilidad de perdón en su muerte.
Tales afirmaciones dogmáticas han llevado a que miles de seres humanos se les inculque el miedo por la estúpida idea de que arderán en el fuego eterno si no siguen la moral de Dios. Psicológicamente, el simple hecho de pensar en una vida llena de amargura y sufrimiento que carece de fin causa un angustioso temor en aquellas mentes que, por diversas cuestiones, no disponen de las herramientas cognitivas que les permita discernir lo que es un mito de la realidad. Este mito, en tanto, se ha creado como un instrumento disuasorio para obtener el mayor número de seguidores posibles.
La cuestión de que se haya creído en tales necedades obedece al hecho de que el cristianismo, y en general gran parte de las religiones abrahámicas, se han instaurado como una institución de control social. En épocas en las que el analfabetismo, la ignorancia y la superstición estaban extendidas en una gran parte de la población – solamente las más ilustradas y mejor posicionadas socialmente tenían la capacidad de refutar tales imposiciones – estás ideas funcionaban como una buena herramienta de miedo y disciplina social. Sin embargo, el progreso de la historia y de la humanidad, la llegada de la racionalidad y el pensamiento crítico, y la apertura de miras y mentes socavó en gran medida esta idea de la condena eterna. En tanto, pensadores de distintas índoles cuestionaron dichas ideas. Surgieron así corrientes como el deísmo, el agnosticismo, el ateísmo y, recientemente, el satanismo, que cuestionan los dogmas y doctrinas cristianas, y de religiones similares.
Desde la amplia perspectiva satanista, se entiende que la idea del cielo y el infierno ha sido una excelente herramienta para controlar la voluntad del individuo. Tanto el cielo, como el infierno, no dejan de ser simples constructos sociales, y como tal, todo lo que es construido por el ser humano puede ser fácilmente destruido por él.
Empero, y sin ánimo de divergir del propósito de este artículo, nos centraremos en la cuestión de la moral cristiana, y particularmente, la idea de la abnegación individual. Si se entiende que dicha moral se ha forjado como una poderosa arma con la que controlar la voluntad de las personas, si entiende, por tanto, que las virtudes cristianas tienen el mismo propósito. Sin embargo, la virtud, entendida como la predisposición de alguien para obrar acorde a los valores del bien, la justicia, o la verdad se ha descrito como un fin en sí mismo, como la máxima aspiración humana. Ciertamente, la virtud debe ser tratada de la misma manera que la idea de Dios: como una construcción moral. Tanto la idea de lo justo como de lo bello, o la verdad, no dejan de ser conceptos que varían con el bagaje de los años. La justicia, al igual que el ideal de belleza, son valores que se ajustan a las necesidades y la cultura de una época. Nietzsche acertó en la idea al decir de que no existen tales valores universales. Dio comienzo así a la muerte de Dios.
En tanto, si consideramos que no existe una virtud única y universal aplicable al ser humano, por consiguiente, debemos comprender que existen virtudes; y que, de ser así, lo que en un cierto momento y lugar determinados es considerado como virtud, en otro momento y lugar puede ser considerado como vicio, opuesto a la virtud.
A tal efecto, el cristianismo, de la misma manera que las grandes religiones abrahámicas, han puesto énfasis en señalar los vicios del ser humano. Lo carnal, lo imperfecto, aquello que causa placer y que es objeto de felicidad en el ser humano ha sido demonizado de tal forma que su práctica conlleva, de manera casi inevitable, la condenación de su alma. Tal y como se ha venido señalando, esa idea no tiene más propósito que el de controlar socialmente a aquellos individuos que, de alguna forma, pudieran ser seducidos hacía su acción, y de tal forma, inculcarles miedo en la idea del fuego eterno.
Paralelamente, el cristianismo ha considerado que la virtud conduce al individuo hacia su salvación, permitiéndole acceder al paraíso eterno. En este sentido, la principal virtud cristiana par excellence es la abnegación.
Según la Real Academia Española, abnegar es el acto de renunciar voluntariamente a los propios deseos, pasiones o intereses en favor de otros. Esta idea nos lleva a la renuncia voluntaria de la vida, de los deseos y de las pasiones a favor de la completa atención a otros. La abnegación es el autosacrificio voluntario a favor de una fuerza externa a nosotros mismo (Dios, la Naturaleza, el Estado, la sociedad…). El abnegado es aquel que, seguido por el idealismo tan puramente cristiano, ha renunciado a su yo, a su libertad de acción, creación, pensamiento y sentimiento, es decir, a su Voluntad, por la consecución de un supuesto bien supremo que le exige nada más que el sacrificio de sus deseos o de su felicidad por la consecución de un supuesto bien terrenal o extraterrenal.
Existen figuras de este calibre bastante fáciles de retrotraer a nuestra mente. Socialmente, ha existido una figura clave en la abnegación: la mujer como eterna portadora del bien, cuidadora del hogar, hijos y enfermos. En la mujer ha caído todo el peso de la moral decadente tan típicamente cristiana. Históricamente, la mujer ha tenido que renunciar, por voluntad propia o ajena, al crecimiento y enriquecimiento personal. A ella se le ha exigido que, cuando la pareja enfermarse, ella deba cuidarle. Ha tenido que sacrificar sus proyectos vitales por un supuesto Bien Supremo (hemos de señalar este concepto en mayúsculas puesto que hace referencia al bien que abarca todos los demás bienes, aquellos definidos por la moral cristiana).
Asimismo, el catolicismo ha beatificado a personajes ejemplos de la abnegación. Una personificación de tal virtud ha sido Agnes Gonxha Bojaxhiu, o también conocida dentro del cristianismo como Madre Teresa de Calcuta quien dedicó su vida entera al servicio de los demás sacrificando así, sus proyectos vitales, su felicidad y sus deseos más intensos.
En cierto sentido, parece difícil estar en contra de alguien así. De hecho, vivimos en sociedades en la que estamos acostumbrados a elogiar – y también romantizar – a quienes son capaces de sacrificar todo cuando se tiene o podría tener por los demás. El hecho de que se elogie de tal manera a aquellas personas que son capaces de autonegarse es una muestra de que, en la actualidad, ya casi nadie está dispuesto a sacrificar su vida completa por los demás. Ahí es cuando surge el heroísmo tan característico de este tipo de comportamientos. Empero, la abnegación se ha impuesto como sinónimo de altruismo. Nada más falso, mientras la abnegación exige sacrificio total de la voluntad, el altruismo permite que el individuo conserve su voluntad, la integridad completa de su yo, su libertad de acción y de pensamiento. Abnegar es morir. La persona altruista no sacrifica sus deseos por los demás, al contrario, es capaz de vivir conquistando aquello que se propone.
Por tanto, no condenamos el altruismo siempre y cuando este sea una acción genuina, algo que nazca de uno mismo, que sea producto del pensamiento y conserve el espíritu crítico en su acción y en sus consecuencias.
El satanismo, por tanto, podría considerar el abnegacionismo como uno de sus pecados capitales – si se me permite el uso de la palabra pecado -. La muerte del yo en vida, el sacrificio por entero incluso del interés propio de autoconservación, la negación de la felicidad, del crecimiento personal y, en definitiva, del yo no es más que el sinónimo, como diría Nietzsche, de la decadencia moral de nuestras sociedades.
El satanismo busca el empoderamiento personal por encima de los dogmas morales que se nos imponen desde fuera. No hay más mal en el mundo que morir en vida. Por tanto, el satanismo no es más que la expresión genuina del yo, el goze de los placeres terrenales y la no-renuncia a estos.