Por: Sitri Deimos
Fragmento de “las leyendas de la carne”
No era, ni mucho menos frecuente, que al padre y a su hija, de profesión vendedores ambulantes, se les presentase la posibilidad de expender toda su manufactura en una sola jornada. En la mayor parte de las ocasiones, tenían que conformarse con vender una cuarta parte, o a penas poco más de algunos productos sueltos, con la poca ganancia de capital que ello suponía. Y aunque los destinos y, con ello, los clientes, procedían de capitales, se sentían satisfechos al haber realizado su cometido con tanta efectividad y facilidad en un municipio de provincias.
Era tarde y el ocaso se les había echado encima. El retraso que les apremiaba era el precio a pagar por los beneficios obtenidos y debían recorrer aún unos cuantos kilómetros campo a través. El terreno, árido como era típico de esos pasajes, estaba lo suficientemente poblado de árboles como para hacer el camino mucho más oscuro de lo esperado. Si no se daban prisa, pronto les caería la noche. Durante el trayecto, la joven se percató, en varias ocasiones, de una inquietud apenas disimulada por su padre que, manifestada cada vez con más continuidad, la estaba empezando a intranquilizar. Angustiados vistazos rápidos a su espalda y la leve sensación de haber escuchado el crujir de algo. Impresiones al principio. Certeza finalmente.
Dos de los tres hombres se abalanzaron derribando al padre de la joven. A ella la agarró el tercero, del que se zafó desprendiéndose de la prenda que le cubría los hombros. Corrió sin mirar atrás. Escuchó a su padre, gritándole que huyese. Escuchó también sus lamentos entremezclados con sonidos de golpes. Escuchó el desagradable ruido de las risas de los asaltantes. Hasta que dejó de escuchar.
Recorría el campo sin pensar, sin rumbo y, sin aliento, vislumbró unas ruinas de lo que antaño debería de haber sido una casa. De modo instintivo, como aquel que encuentra en un refugio su salvación, se dirigió hacia el lugar.
La edificación ni siquiera era un refugio. Tres muros desnudos en menos de 20 metros cuadrados, con casi apenas ya techumbre y unas piedras apiladas que dejaron mucho tiempo atrás de ser escalones. Subió aprisa los ruinosos peldaños. No se percató del olor a podredumbre. No se percató de las numerosas pintadas que cubrían el interior de las paredes: NE… ÚRGU… No se percató de los pedazos de carne descompuesta adherida a los muros.
Aún podía ver a pesar de la oscuridad de la naciente noche. Llegó al piso de arriba. Con cuidado. Parte del suelo estaba roto. Esquivando y saltando las oquedades, anduvo hasta la última esquina de la construcción y, en cuclillas, se tapó la cabeza haciéndose un ovillo. Tardó poco tiempo en recuperar el aliento. Tardó poco tiempo en escuchar a los hombres entrar en la casa. Tardó poco tiempo en darse cuenta de que se había metido en una ratonera.
El pecho le dolía extremadamente. Jamás había sentido tanto miedo en su vida. Pero el miedo no le importaba. A su mente le llegó el recuerdo de los gritos de su padre y sintió rabia, odio e ira. Deseó con toda su voluntad que a esos hombres les pasara lo mismo que a su padre. No, lo mismo no. Más aún. Deseó que sufriesen un dolor inimaginable. Deseó con tanta fuerza que le dolió.
Más ruidos abajo, pero los hombres no subían. La oscuridad completa ya había invadido la estancia. Pensó que no debían haber visto la escalera, pero entonces, ¿por qué continuaban abajo? Puede que no fuesen los hombres. Puede que fuese un animal. Puede que estuvieran esperando a que amaneciese.
De pronto, se escucharon todo tipo de chirridos, chasquidos, gritos y lo que parecían ser gorgoteos. Un sinfín de cacofonías grotescas que provenían del piso de abajo y que resonaban por los muros. Ecos de pesadilla que sabía que jamás podría apartar de su cabeza. Un estruendo de rugidos de dolor, golpeteos y estrépitos de lamentaciones continuó durante horas.
La luz del amanecer comenzó a invadir la estancia. Silencio. Despacio, con las piernas entumecidas, la joven se puso en pie y bajó las escaleras. Un olor rancio a podrido le invadió las fosas nasales. En el último peldaño, a sus pies, vio su rebeca rota, llena de sangre y de alguna sustancia gelatinosa que no identificó. Ya no había hombres. Ni siquiera había partes de los mismos. De las paredes, junto a las pintadas, y como si de estandartes se tratasen, colgaban, goteando aún sangre, girones frescos de carne.