Entre el catolicismo más ortodoxo existe la idea del infierno y del fuego eterno como lugar de tormento eterno. Con seguridad has escuchado en más de una ocasión los terribles castigos a los que son sometidos aquellos que, estando en vida, vivieron en pecado sin arrepentimiento en el lecho de su muerte: el destino es el infierno. Un lugar, o un estado según el nuevo catecismo de la Iglesia Católica, en la que el pecador es alejado de Dios y condenado a una eternidad de sufrimiento sin la más mínima posibilidad de redención o perdón.
No hay que esforzarse mucho por imaginar lo terrible que resultaría eso en las mentes de aquellas personas que viviendo en la ignorancia del conocimiento y la ciencia podría causarle. Imagino el efecto psicológico en sus cabezas: un miedo atroz a cometer cualquier acto que pudiera ser considerado pecaminoso. Para desgracia de aquellas almas lo que está dictaminado como pecado venía de la Santa Iglesia Apostólica y Romana y no del mismo Dios. Si aquellos pobres desgraciados hubieran tenido la comunicación directa con Dios y hubieran podido saber si lo suyo era el castigo o el goce de la vida eterna, seguramente se hubieran ahorrado más de un disgusto y el constante temor y la angustia de saber que vas a pasar el resto de la existencia entre dolores inimaginables. Pero la cosa no fue así. Resulta que existe una jerarquía de sacerdotes que les ha interesado de buena gana mantener esa idea, ese mito del fuego eterno con el fin de controlar la moral de la población. Y no solo la moral – lo que consideramos como bueno o malo – sino todas las acciones que la gente pudiera tener en su día a día. Un sistema de control y dominio total basado en el terror.
Ahora nos cabría preguntar si un dios omnibenevolente puede ser tan cruel como para castigar a un alma al sufrimiento eterno por pensar y actuar según su conciencia. Desde luego que la idea del dios bueno se desmonta en seguida con tal solo poner en duda tales cuestiones: «es la Voluntad de Dios» esgrimen aquellos contra quienes se atreven a cuestionar el dogma, «los caminos del Señor son inescrutables» vociferan otros tantos. En vano, cualquier intento de dar forma y razón a ese pensamiento queda anulado por el sacerdote de turno quien asegura que solo Dios puede dictaminar quien va al infierno y quien no. Pero, mientras tanto, ellos aseguran tener la confianza de su dios y tener la verdad en el asunto. Ya se encargó el Concilio Vaticano de que eso fuera así cuando le otorgaron al Obispo de Roma la infalibilidad papal, la incapacidad de equivocarse o, lo que es lo mismo, la capacidad de que todo aquello que diga es Verdad, pues es él el que más cercano a ese dios de la compasión, el perdón y la felicidad. ¡Vaya por Dios!, que cosas.
Con el surgimiento de la modernidad y el declive de las principales religiones monoteístas, el discurso sobre el pecado se ha puesto en entredicho. Y no es algo nuevo tampoco. Ya lo hicieron otros muchos años atrás. Lo que les ocurría por aquel entonces es diferente a lo que le ocurre ahora a cualquiera que se atreva a cuestionar su dogma. Tenemos la suerte de que en nuestras sociedades tecnológicamente avanzadas – en las nuestras, insisto – ya no se tortura ni se asesina a nadie que esté en contra de la moral católica. Como mucho se pueden escuchar palabras de compasión y pena por aquellos que siguen defendiendo tal idea contra herejes y pecadores.
En tanto, y como vengo sugiriendo más arriba, la idea del fuego eterno, la condenación eterna tenía como objetivo principal el causar el mayor miedo posible, el control moral de la población y la obtención del dominio absoluto ante el poder político. Porque los reyes y la nobleza tampoco se salvaban de las llamas del Averno.
Con la caída en desgracia de tales ideas, la sociedad actual promete una vida sin penas ni castigos en el más allá. El satanismo no deja de ser un producto del declive moral de esta sociedad. No entendamos “declive moral” como algo negativo, sino cómo una ideología que antes era dominante y ahora se encuentra en total decadencia. En tanto, surgen nuevas visiones que cuestionan el relato del infierno, del pecado y de todas las torturas habidas y por haber.
Nosotros, los satanistas, vivimos nuestra vida según nuestra propia consciencia, según nuestra propia naturaleza. No hay nada malo en ello, no hay nada pecaminoso. No has cometido ningún crimen contra ningún Dios ni vas a pasar el resto de tu “más allá” (si es que eso existe, que está por ver). Como decía Anton LaVey:
No hay un Cielo donde la gloria resplandezca ni un Infierno donde los pecadores se abrasen, ¡Es aquí en la Tierra donde conocemos nuestros tormentos! ¡Es aquí en la Tierra donde sentimos nuestros goces! ¡Es aquí en la Tierra donde están nuestras oportunidades! ¡Elige este día, esta hora, pues no existe redentor alguno!
Atormentarnos con supuestos castigos eternos en otra supuesta vida es una estupidez. Una estupidez que ha atormentado a unos cuantos desgraciados a lo largo de su vida. Y aún hay gente que vive bajo ese miedo. Por suerte, la medicina ha avanzado lo suficiente como para diagnosticar los posibles trastornos psicológicos que sufren esas personas y los efectos no son tan visibles como lo podrían haber sido hace 100 años.
Recuerdo que en una ocasión mi padre me comentó la idea del infierno que sus tías ultracatólicas les había inculcado: un péndulo oscilando durante toda la eternidad y el recordatorio de cada uno de tus pecados. No era un infierno al uso, pero si eres una persona proclive a intensificar todos tus actos, a reprimir cada pensamiento y cada acción, eso debía ser un “buen” infierno para esa persona.
Las llamas del infierno ya se han extinto. Ya no hay castigos eternos ni pecados que no puedan ser perdonados. Ante nosotros solo se impone la vida que está por vivir. Disfrutemos viviendo nuestras vidas según nuestra moral y según nuestra naturaleza, disfrutemos del pecado.