Órdenes que dan órdenes

Ordenes dan ordendes

Tantas son las agrupaciones, hermandades y órdenes del sendero siniestro (LHP) como las maneras de vivenciar el mismo. Cada individuo percibe, interpreta y entiende el sendero de la mano izquierda en general, y el satanismo en particular, de modo diferente. Asimismo, las necesidades y el modo en el que cada persona pone en práctica su pertenencia al LHP es heterogénea. De este modo, el LHP puede ser experimentado como una filosofía, una religión, una ideología, un modo de vida o una espiritualidad concreta. Y así, puede ser vivido de un modo más o menos activo o pasivo, con una involucración mínima, parcial o total en la vida de cada practicante. El modo en el que cada persona profesa este camino, es pues, personal e intransferible.

Esta circunstancia es provechosa, puesto que cada individuo puede unirse a diferentes agrupaciones u órdenes según comulgue con su visión del LHP y sus taxativas filias.

En este vasto paisaje de las cosmologías siniestras, el sendero de la mano izquierda emerge como un enclave para aquellos que buscan la libertad individual y la autodeterminación. Su mantra principal gira en torno al empoderamiento del individuo y la celebración de la voluntad personal sobre las convenciones sociales y religiosas. Sin embargo, detrás de este velo de individualismo y libertad aparente, se esconde una curiosa paradoja totalmente contraria a la lógica: la coexistencia de la promoción del individualismo con la imposición de estructuras jerárquicas y prácticas obligatorias que albergan algunas de las ordenes que forman parte del sistema del LHP.

De este modo, en ciertos escenarios, se declara y predica una alternativa a las normas convencionales de la sociedad, junto con la expectativa de la exploración personal y el desarrollo espiritual sin restricciones, que asevera un camino hacia la autenticidad y la realización personal. Sin embargo, bajo la superficie de esta retórica, se encuentran prácticas y ejercicios que contradicen la esencia misma del individualismo.

En este desconcertante contexto descubrimos ambiciosas estructuras jerárquicas que imponen obligadas prácticas a los miembros que componen determinadas órdenes. Se extiende un abanico de procedimientos que encierran desde rituales de iniciación de dudosa seguridad y gusto, hasta normas de comportamiento y lealtad a líderes que traspasan un protocolo lógico, y que más se asemejan a la pleitesía que al respeto.

El aclamado lema “Non Serviam”, emblema distintivo del LHP y sentencia de la esencia individualista, rubrica el enunciado de muchas órdenes que contradicen, de un modo manifiesto, los principios centrales del individualismo. Así, aspirantes a hermandades, iniciados y adeptos acatan procesos, acciones y mandatos que van más allá del simple consejo, asesoramiento o guía de los más aventajados.

Se plantea, pues, la pregunta: ¿Dónde se halla la libertad individual en un sistema que dicta la conformidad?

Dentro del contexto de esta circunstancia tan discordante, sorprende, además, que este tipo de proceder no es encubierto, es decir, las prácticas de obediencia y sometimiento no aparecen veladas bajo un sistema de manipulación oculto o, siquiera, disimulado. El mismo dogma que dicta no obedecer plantea abiertamente unas prácticas ostensibles de subordinación evidentes y perceptibles desde que el iniciado comienza su camino. La exclusividad de pertenencia, la necesidad de realizar ritos iniciáticos y de crecimiento que se oponen a la sensatez y la dedicación de un tiempo a la orden que excede de la moderación exhiben un “Non serviam” obsoleto, y sustituido por un “Non serviam alium nisi te” (“No serviré más que a ti”).

Lo lamentable de este escenario no radica en la existencia del mismo, ni siquiera en la elección de este. Lo lamentable reside en que el individuo, en su búsqueda y acercamiento hacia el codiciado individualismo y antinomismo social, abandona el sendero sin percatarse que la desviación optada contradice sus propios principios y su propia voluntad.

Y en esta disposición de contradicciones ilógicas surge, como no podía ser de otro modo, una nueva pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué alguien que comprende cabalmente el significado del sendero de la mano izquierda en general, y el individualismo en particular, y asume partir hacia el camino del primero y el desarrollo del segundo, puede llegar a alejarse de ambos conceptos sin percatarse de ello? La respuesta, por sentido común, dependerá del individuo y de la situación en concreto. Pequeñas acciones, imperceptibles, que se acumulan lentamente bajo la inadvertencia del que las acata. Pequeñas acciones que, prolongadas en el tiempo, han conformado un hábito de sometimiento del que difícilmente hay marcha atrás. Pequeñas acciones que ya no son pequeñas, pero que, aun así, siguen siendo irreconocibles para el que se somete. Porque las siente como suyas. Porque las percibe voluntarias. Porque ya no hay cabida en ellos para reflexión alguna.

Para todo este argumento no faltan las manidas explicaciones de la necesidad de pertenencia a un grupo, la presión que ejerce dicho grupo, la inercia al entorno en el que se han adentrado, la ambición detrás de la recompensa del avance y reconocimiento en el grupo, el autoengaño racionalizado, la desensibilización gradual y, por supuesto, no podía faltar la insuficiencia de autoconciencia. Y, ciertamente, estas pueden ser las respuestas o ser parte de ellas.

No obstante, nos queda un elemento que resulta tan evidente que pasa totalmente desapercibido, a pesar de que es uno de los principales precedentes del principio de obediencia: la conformidad. Una conformidad que se confunde con la verdadera voluntad, por muy alejada que en un determinado momento esté de la misma. Una conformidad que comienza a brotar de una figura de autoridad, que crece por las normas de un grupo y que desemboca irrevocablemente en la despersonalización y desindividualización. Es decir, convertir al individuo en un zombi.

Esta conformidad no es otra cosa que un mecanismo de defensa al que todos estamos expuestos y aparece ante la seguridad percibida en la obediencia. Las personas tienden a sentirse protegidas cuando se dejan conducir por las normas establecidas y obedecen las órdenes de una autoridad, dejando a ella una responsabilidad de la que se desprenden. El cambio, por otro lado, conlleva incertidumbre y riesgo, lo que puede provocar miedo y resistencia a abandonar la seguridad percibida que proporciona la obediencia.

Asimismo, el hecho de acatar una cierta normativa proporciona una sensación de arraigo al grupo, con el que se identifica y se siente perteneciente la persona. El temor al rechazo grupal o al ostracismo impulsa a las personas a obedecer las normas y expectativas grupales existentes, incluso cuando se sienten insatisfechas con la situación. El cambio puede percibirse como una amenaza para la aceptación y, por lo consiguiente, tiende a evitarse a favor de la conformidad.

Otro factor que contribuye a la conformidad es el miedo al rechazo y a enfrentarse con posibles críticas, sanciones o pérdida de privilegios, lo que puede generar temor y resistencia a adoptar nuevas formas de pensar o comportarse.

En definitiva, lo que inicia y perpetua la obediencia, aquello que provoca que alguien con convicciones firmes hacia el desarrollo de su propio individualismo se desvíe del sendero de la mano izquierda para continuar su marcha hacia la derecha, no es otra cosa que el miedo.

En este sentido cabe señalar que el miedo no es nocivo. Lo negativo es profesar miedo al dolor. Porque la trasformación duele. Porque toda iniciación, emprendimiento o cambio son procesos dolorosos.

La rutina y lo acostumbrado se traducen en comodidad. Existe un aumento en la sensación de seguridad y control bajo una rutina establecida por otros y el cambio de esto provoca miedo. Porque cualquier cambio requiere un esfuerzo que conlleva, inherentemente, un dolor y sufrimiento. El miedo ante el padecimiento del dolor, y la evitación inconsciente de este, inicia y perpetua la situación de conformidad y obediencia.

Ante esto, emerge la importancia de otro de los conceptos que cubre el sendero siniestro, que no es otro que el ya conocido “solve et coagula”. Es decir, el ser capaz de deconstruir para construir de nuevo. Deconstruir, en el caso que nos ocupa, este miedo asociado al dolor. El dolor debe infundir respeto, pero nunca temor. El miedo al dolor se generaliza afectando al desarrollo propio, provocando evitación. Huida ante situaciones que son favorecedoras del desarrollo personal, como el fracaso, decir “no” y/o proclamar nuestra determinación propia ante circunstancias con las que no comulgamos.

El miedo es necesario e ineludible. El dolor es necesario e ineludible. El dolor y el miedo son parte de la naturaleza humana y obligatorios para la evolución del individuo. Pero ambos, en conjunta combinación, estancan el desarrollo e impiden la superación.

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