Las cosas que olvidamos que nos hacen ser quien somos

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Por N.K. IIº

Ya no soy el de antes, pues he nacido a la Inteligencia. Esta experiencia no se puede enseñar: me estás viendo ahora con los ojos, pero por más que me estés mirando y me observes no te darás cuenta de lo que soy realmente.


Tratactus XIII, Corpus Hermeticum.

No quitemos valor al hecho de que nosotros mismos, espíritus libres, somos ya una transmutación de todos los valores, una declaración viva de guerra y de victoria a todas las viejas ideas de verdadero.

El Anticristo, Nietzsche.

Sucede que el gregarismo es difícil de eliminar del instinto social del ser humano. Es algo común, con lo que posiblemente te hayas cruzado en tu camino por el satanismo, ese tipo de persona que exhibe su camino como una placa identitaria: “Yo soy Satanista”, dice, mientras golpea vehemente su pecho.

A veces, quien esto dice quiere decir con ello más cosas de las que dice. Quiere decir también que todo aquel que no es satanista de la misma forma, es menos satanista que él, o no tiene siquiera derecho a llamarse satanista.

“Los chicos de la placa”, tan buenos chicos ellos.

Sucede que el fenómeno religioso es, en realidad, un fenómeno socializador e identitario. Si examinamos las grandes religiones abrahámicas, todas ellas surgieron en un momento histórico en que ciertos pueblos carecían de legislaciones e incluso identidades nacionales como pueblos en sí, siendo ambas cosas las que conformaron el impulso civilizador que la religión les aportó. Los hebreos, antes de la deriva al monoteísmo, eran uno de tantos pueblos cananeos bajo el imperio babilónico. Tras la deriva monoteísta, de la cual resulta curioso que lo primero en aparecer fuera su corpus legal, pasaron a ser el pueblo: el pueblo elegido, el pueblo de dios. Cuando el cristianismo apareció, el imperio romano era un mosaico de credos y naciones poco consistente, y el cristianismo hizo nacer una identidad, un tipo humano, el cristiano, bajo la identidad religiosa y la fe y el dogma de la recién nacida iglesia. Lo mismo ocurrió con el islam, que otorgó una identidad única a los pueblos preislámicos de la península arábica.

Toda religión es un fenómeno gregario y, como tal, identitario. Lo que se vende como un avance filosófico es en realidad la repetición de la misma fórmula: un significante diferente que acaba uniformizando de la misma manera a quienes a él se acogen. No hay realmente ningún paso adelante, sólo una mimetización en las ideas de otros, en las verdades de otros, en la idolatrización de otros.

Cuando te cruzas con un tipo de satanista en concreto, el laveyano, esto es muy sencillo de ver, porque la CoS abiertamente – atrevidamente – asevera que ellos son “la única y verdadera iglesia satanista”, como haría cualquier otra religión. Es imposible encontrar en esto otra cosa que no sea una cuestión identitaria: el empeño a la excelencia personal y filosófica queda descartado en cuanto la afirmación se entrampa a sí misma con su propia lógica: su satanismo es desde entonces la única forma, “la verdad”, el dogma, y con ello muestra la realidad que hay tras él, la misma que se encuentra tras toda religión, el poder, el dinero, la gregarización.

Es esta una élite de uniformados, una élite que descansa sobre la somnolencia del pensamiento. Una élite que supuestamente se basa en la excelencia personal, buscada a través del individualismo radical, pero que después niega en el acto toda su filosofía al decirle a aquellos que buscan su excelencia personal en base a su individualismo radical que están equivocados si no son ellos, si su satanismo no dobla la rodilla ante esta única iglesia satanista verdadera.

Nunca me cansaré de exponer la profunda estupidez de esta paradoja.

Es en este punto que cabe preguntarse si el satanismo sirve entonces como filosofía personal más allá del impulso identitario de su religión. Si la religión del satanismo es una identidad socializada no diferente a meter la verdad en una caseta y vender entradas y que no aporta más que una placa que diga “Soy satanista”, qué podemos encontrar, si es que podemos encontrar algo, en su filosofía o su planteamiento que realmente sea útil como propuesta de camino personal o espiritual.

El satanismo no es solamente un hecho histórico. Tiene un edificio filosófico que no es, al contrario de lo que predica, fruto de un momento preciso, sino que reinterpreta, recoge, sincretiza ideas, símbolos y formas de muchas culturas y pensamientos. Su punto central es la búsqueda de la autodeificación, una excelencia personal, individual y radical, que convierte al sujeto en el centro de su propio sistema epistemológico.

La discusión con “la verdad” es aquí fundamental. En el satanismo late una furiosa rabia contra toda verdad, pues la verdad siempre es consensuada, siempre es socializadora: la verdad es categoría de lo divino, por lo que toda verdad es siempre un dios, no solo en el sentido metafísico de la religión, sino en el sentido ontológico de la filosofía.

Toda sociedad hace descansar su identidad en alguna verdad: la moral aceptada es una de sus verdades, su sistema económico, sus luchas sociales; todo aquello que le otorga su identidad a los miembros de dicha sociedad es una de sus verdades, y por lo tanto uno de sus dioses. Es a esto a lo que se refería Nietzsche en el Anticristo, cuando se lamentaba de lo cristianos que seguimos siendo en el fondo. Es el deseo de identidad, la infantil carencia de una seidad autorreferente, el verdadero problema de fondo aquí. Quien necesita una identidad preconstruida está en el fondo evadiendo la responsabilidad de su propia existencia y es éste el que no debería poder llamarse satanista en realidad, pues con su acto se está mostrando a sí mismo como el más cristiano de los cristianos.

El individualismo radical del satanismo, en la búsqueda del Auto Teísmo como propuesta de su espiritualidad, debe desechar todo dios externo: que dios haya muerto significa, ante todo, que toda verdad ha sido sacrificada en el altar del Yo. El satanista asciende desde entonces sobre la sangre de todo dios y maestro y contra toda verdad, alzando la mentira de su voluntad diabólica, midiendo por sí misma su propio valor contra el mundo y haciéndose prosperar. No en vano, Satanás es el Padre de las mentiras.

No queda entonces espacio más que para la colaboración sincera entre voluntades satánicas que orbitan su propio viaje en dirección a la Apoteosis de su propia divinidad. No hay, desde luego, ninguna verdad y mucho menos “la única iglesia satanista verdadera”. Si el satanismo no cambiase en cada satanista, es que algo estaríamos haciendo mal.

Así, la próxima vez que te encuentres con alguno de estos compañeros, te invito a que le traigas a leer este texto, para que, parafraseando a Residente, me pueda empotrar la levedad de su pensamiento hasta reventarle los resortes a la cama.

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