La melancolía libertina (Una declamación en Saló)

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 Por: Dolmance

No es asunto de poca importancia, señores, el declamar ante un círculo como el vuestro. Acostumbrados a lo que de más fino y delicado producen las letras ¿cómo podréis soportar el relato informe y tosco de una desdichada criatura como yo, que nunca ha recibido otra educación que la que el libertinaje le ha dado? Pero vuestra indulgencia me tranquiliza; no exigís más que naturalidad y verdad; y a este título sin duda pretenderé aspirar a vuestros elogios.

Ante todo, señores, pongamos un poco de orden en nuestros placeres. Por mi parte, os ruego atención y apatía. Pues, como bien sabéis, la apatía es la característica más remarcable del libertino. La virtud -dice Kant- presupone necesariamente la apatía, considerada como fuerza y que hay que distinguir exquisitamente de la insensibilidad ante los estímulos. El entusiasmo es reprobable ¡Resolución y serenidad!  Por otra parte, es cosa sabida entre los verdaderos libertinos que las sensaciones comunicadas por el órgano del oído son las más apropiadas y aquellas cuyas impresiones son más vivas. En consecuencia, y siguiendo vuestras órdenes, voy a dedicar esta vigésimo segunda jornada de diciembre, segundo mes de nuestra voluptuosa estancia en Silling-Saló, a la narración de cinco experiencias que -estoy segura- os serán placenteras; si bien, me temo, no dejarán de produciros cierta melancolía. Estas experiencias no tuvieron lugar en casa de madame Guerin, ni tampoco en la de madame Fournier, sino que se sitúan en un mundo en el que el poder penetra total y continuamente en los cuerpos, en el que las víctimas se cuentan por millones (como veis, vuestras dieciséis víctimas de Selling son un número francamente ridículo), en el que no hay resquicio alguno por donde escapar, en el que vida y muerte están mucho más minuciosamente organizadas de lo que pudiera imaginar la cabeza más libertina.

En ese mundo, en esa aurora de un más feliz milenio, la explotación de los cuerpos ha llegado a un punto difícilmente superable. Continentes enteros están a disposición de los señores, suministrando ininterrumpidamente vigorosa fuerza de trabajo de la que extraer un plus de valor, un plus de goce y también -suprema delicadeza del libertinaje- un plus de cómplice piedad. Sin duda, los criterios de selección son rigurosos, y en ellos se invierte más dinero, más rigor y más objetividad que en los procesos selectivos realizados por sus señorías. En ese mundo, la organización del libertinaje ha llegado a tal grado de refinamiento que las mismas víctimas acuden voluntariamente a las oficinas de reclutamiento, que reciben el bizarro nombre de “empresas de trabajo temporal”.

“Se solicitan de doce a quince chicos de trece años”, este anuncio no procede de sus señorías, sino que fue encontrado por un tal Marx (del que, lamentablemente, no puedo daros más noticia) en el informe de un inspector de fábricas. Siglo y medio después, los tests de aptitudes se han refinado al extremo, el rigor de los procesos selectivos está  asegurado gracias al encomiable esfuerzo de las llamadas Ciencias Humanas y, sobre todo, el plus de goce acompaña siempre al plus de beneficio gracias a la Organización Científica del Trabajo. Vuestro reglamento, señores, el de Silling, el de Saló, o aquel ya vetusto reglamento de una fábrica-prisión trasmitido por un tal Foucault (del que tampoco, desgraciadamente, sé mucho), palidecen en comparación con el rigor, la exhaustividad en el control del tiempo, la extrema organización científica en esa utopía realizada. Las víctimas, entregadas a la voluntad de los señores hasta en el descanso, en sus sueños, en sus deseos, son obligadas a repetir continuamente “Los amos son los amos y les pertenecemos totalmente”. La razón es el órgano del cálculo, de la planificación; neutral respecto a los fines, su elemento es la coordinación. La afinidad entre conocimiento y planificación, fundamentada transcendentalmente por Kant, ha sido luego llevada a la práctica. Primero, de manera tímida y balbuciente por vuestras experiencias en villas y castillos, señores; después, de manera plena, por la organización total del tiempo y del espacio, por la gestión activa y científica de la vida y de la muerte.

Mi segunda escena supera en grandeza a cualquier encierro ¿Pueden sus señorías imaginar un reino de cuarenta millones de habitantes cuya población total está secuestrada en edificios especiales durante, al menos, diez años de su vida, entre los seis y los dieciséis años? Niños y jóvenes, al cuidado de excelentes alcahuetas y enfervorizados pederastas, son cualificados y normalizados según estrictos criterios de calidad. Vigilancia, disciplina, sanción. En los últimos decenios y con el fin de hacer más agradables los objetos de lujuria, la vigilancia ha sido llevada más allá de la superficie corporal, extendiéndose a las tendencias, los motivos y los impulsos, gracias al inestimable apoyo de orientadores, monitores, mediadores, consejeros; la disciplina se ha convertido en lúdica, participativa, convivial y democrática. Ni que decir tiene que la magnitud de la empresa exige flexibilidad y adaptabilidad a las características específicas de la materia prima a trabajar. “Adaptaciones curriculares” llaman a esta forma, indudablemente refinada, de libertinaje. El control del tiempo, la especificación del detalle, la organización jerárquica, sólo pueden funcionar a pleno rendimiento bajo el control, sosegado pero firme, de la Razón Científica. Y así, el Supremo Consejo Libertino es asesorado por psicólogos y pedagogos, que garantizan tanto la objetividad de los procesos selectivos como la cientificidad del proceso de producción de cuerpos útiles para el placer de la explotación. El Supremo Consejo Libertino es, asimismo, el que periódicamente cambia las fórmulas litúrgicas de obligado cumplimiento. Y si sus señorías obligan a sus víctimas -¡ay, en tan menguado número!- a decir cada día “Me cago en Dios”, los millones de víctimas de las que hablo están obligadas a decir varias veces al día: “diversidad”, “familia-desestructurada”, “conciliación-de-la-vida-familiar-y-laboral”, “incorporación-de-la-mujer-al-trabajo” y “viva-la-Constitución”. Cierto que hojas impresas por millones y pantallas omnipresentes les recuerdan de continuo las únicas cincuenta palabras que deben emplear y las diez consignas que están obligadas a repetir.

Es la tercera historia, sin embargo, la que cosquilleará más voluptuosamente los espíritus animales de sus señorías; así me atrevo a esperarlo. Vuestras cenas a base de mierda, las dietas que aplicáis a los objetos de lujuria, las impecables argumentaciones sobre la calidad de la materia fecal, la divertida imposición a diez o veinte víctimas de comer las deposiciones que sus señorías tienen a bien producir ¿qué son en comparación con lo que presento a esta asamblea? Pues en efecto, en el Orden Libertino Mundial (OLM), toda la población -repito, señores, toda la población- come mierda varias veces al día. Ya sea en el ámbito público o en el privado, en círculos íntimos o en reuniones que suelen tener lugar en señaladas festividades, todos, libertinos y víctimas, señores y esclavos, se entregan de continuo a una orgía fecal. La amplitud de esta picante manía es tal que tienen habilitadas grandes extensiones (¿o grandes superficies?, no recuerdo exactamente cómo las llaman) dedicadas a la presentación, distribución y degustación de mierda. Presentada bajo los más diversos aspectos y en seductores envoltorios, la mierda puede ser más o menos sólida, líquida y hasta gaseosa. Han alcanzado la perfección al elaborar mierda líquido-gaseosa, un brebaje delicioso con el número exacto de burbujas. Esta mierda líquida, que hasta acompaña a los ejércitos victoriosos en sus desenfrenadas orgías de asesinatos pacificadores, está disponible siempre y para todos; es la plena realización de la igualdad, la libertad y la fraternidad. Más allá de esta deliciosa mierda líquido-gaseosa, la producción, gestión, distribución e ingestión de mierda bajo múltiples formas, está perfectamente organizada, arrojando cuantiosos beneficios, tanto financieros como de placer. Convendréis conmigo, señores, en que al lado de esta universalización de la mierda, vuestros jueguecitos tienen un je ne sais quoi de pueril, una encantadora candidez.

Y de la mierda paso a la carroña, de la coprofagia a la sarcofagia: ésta será mi cuarta historia. En el mundo del que os hablo, miles de millones de cuerpos llenos de vida son cotidianamente inmolados en un frenesí sangriento, despiezados, colgados de ganchos o presentados en bandejas en las grandes superficies (¿o eran “grandes extensiones”?) a las que ya me he referido. Especialmente en grandes festividades que la Autoridad Libertina se encarga de recordar con gran antelación, la sarcofagia alcanza un grado difícilmente superable, del que responde con notable eficacia la Organización Científico-Sanitaria del Trabajo Matarife (OCTM). Sin duda, conocéis a Minski, el famoso libertino de los Apeninos al que Juliette, mi amada compañera de fechorías, visitó allá por 1772. Sentados a su hospitalaria mesa, dejamos establecido que no es más extraordinario comerse a un hombre que a un pollo, principio que, ciertamente, puede entenderse de varias maneras, pero que en todo caso anula la famosa “diferencia antropológica”. No es más repugnante comer los bellos cuartos traseros de un adolescente que un entrecôt saignant, la torneada pierna de una muchacha en flor que la negra pata de un filosófico cerdo de pocilga, el seno lechoso de una joven madre que las costillas de un cordero lechal, un poderoso brazo de atleta que los músculos de un herbívoro torturado hasta la muerte en las plazas de toros. Lugares éstos últimos donde la crueldad libertina es llevada al extremo; espectáculos sangrientos, antesala de la sarcofagia, en el que todos los ciudadanos-víctimas participan, al menos con su dinero, al menos con su aquiescencia. No he vuelto a ver a Minski, pero amigos comunes me han dicho que arrastra su tristeza por toda Italia. Pues ¿cómo competir, aun siendo un gigante, aun siendo un ogro, con tantos millones de sarcófagos, carnívoros, carroñeros? ¿Cómo inmolar a más víctimas que las sacrificadas diariamente por la llamada industria cárnica? ¿Cómo amontonar, empaquetar y etiquetar, él solo, tantos trozos de carroña, tantos cadáveres despedazados como los que se exponen y venden en los grandes templos de la sarcofagia? Sin salir de Italia y sólo dos siglos después, un tal Pasolini ha hecho dos “modestas propuestas”: devorar a los profesores de la escuela obligatoria y a los directivos de la televisión. Propuestas interesantes que, también modestamente, someto a la consideración de sus señorías.

Por último, antes de pasar a la mesa, me gustaría concluir con la más excitante historia jamás contada, con el inaudito despliegue de la máxima lujuria, con el poder omnímodo ejercido sobre todos los cuerpos, con el biopoder. En ese mundo del que os hablo, el poder se ha hecho cargo de la vida, no sólo la de los cuerpos-máquinas de los individuos, sino también y sobre todo de la vida de la especie. Natalidad, longevidad, mortalidad: los mecanismos de la vida humana son objeto de cálculo y previsión. Evacuada el alma y otros fantasmas, el cuerpo es positivado, explicitado, regulado. El Amo Absoluto regula la vida de los ciudadanos-víctimas que, bien adiestrados, repiten en un espasmo de placer: “¡fumar es malo!”, “fumar puede ser causa de una muerte lenta y dolorosa”, “proteja a los niños: no les haga respirar el humo del tabaco”, “fumar puede dañar el esperma y reduce la fertilidad”, “fumar puede matar”. No obstante, en ese mundo del que os hablo aún subsisten individuos empeñados en desobedecer, productos fallidos de la acariciadora disciplina, que hacen oídos sordos a las órdenes del biopoder. Es por ello por lo que las más altas autoridades os han tomado como modelo, señores, cuando en la vigésimo sexta jornada del pasado mes de noviembre, decidisteis institucionalizar la delación. Permitidme que me cite a mí misma: Resuelto todo esto, se admitieron las delaciones; aquel medio bárbaro de multiplicar las vejaciones, admitido por todos los tiranos, fue adoptado calurosamente. Sí, es cierto, todos los tiranos han estimulado la delación, el soplo, el chivatazo. Pero siempre cabe refinar más los placeres, bañarlos en un principe de délicatesse. Por ello, en ese mundo del que tengo el honor de hablaros, se ha institucionalizado el eufemismo, hasta el punto de que son organizadas apuestas y concedidos sustanciosos premios a quienes lleguen más lejos en este arte. Así, nadie puede decir “delación” sin riesgo de ser.delatado. Le mot juste es: “colaboración ciudadana”.

Me dispongo ya a cerrar esta agradable asamblea: Los vicios privados son la historiografía anticipada de las virtudes públicas de la era totalitaria. El no haber ocultado, sino proclamado a los cuatro vientos, la imposibilidad de ofrecer desde la razón un argumento de principio contra el asesinato, ha encendido el odio con el que justamente los progresistas persiguen aún hoy a Sade y a Nietzsche. Así lo escribió un tal Adorno. Su señoría, mi querido Presidente Curval, lo expresó de otra manera en la vigésimo séptima del mes pasado. Permitidme que lo recuerde hoy: “¿Y qué puede importarle a la naturaleza uno, diez, veinte, quinientos hombres más o menos en el mundo? Los conquistadores, los héroes, los tiranos ¿se imponen esta ley absurda de no atreverse a hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan?”. En el mundo del que tengo el placer de hablaros, no son quinientas víctimas, sino miles al día, decenas de miles al año, y se ha cumplido con creces aquel deseo de mi querida amiga Clairwil: “Me gustaría encontrar un crimen cuyo efecto perpetuo actuase incluso cuando yo ya no estuviese actuando, de suerte que no hubiera ni un solo momento de mi vida, incluso durmiendo, en que no fuese yo la causa de un desorden cualquiera, y que este desorden pudiera extenderse hasta el punto de traer consigo una corrupción general o un trastorno tan completo que su efecto se prolongase todavía más allá incluso de mi vida”. Señores ¿pueden imaginarlo? Enfermedades horribles, muerte lenta, pieles calcinadas, deformaciones en la progenie, y todo ello muchos años después del acto libertino o, si sus señorías prefieren practicar el vicio del eufemismo, la acción bélica humanitaria y pacificadora.

En definitiva, sois simples aprendices del crimen, artesanos, a gran distancia de los productores industriales de muerte. Lo que no se os perdona es la mezcla de códigos, vuestra resistencia a practicar el eufemismo y, sobre todo, que os entreguéis al mal sólo por placer. Pues en el mundo del que os hablo, en este hiper-Silling, en este hiper-Saló, las acciones libertinas deben legitimarse, deben realizarse bajo la máscara de la Paz, el Bien, la Libertad, la Seguridad, la Democracia.

Señores libertinos, comprendo vuestra melancolía.

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