Por: Sitri Deimos
Fragmento de “Las Leyendas de la Carne”
Primer relato de La Trilogía del Antibiótico
Tras la mirilla de la puerta de entrada, la mujer divisó dos de esos técnicos uniformados con muchos utensilios colocados en el cinturón y en los bolsillos de sus uniformes, guantes sucios y botas de trabajo. Los operarios se identificaron como trabajadores de la compañía de gas pertinente y le facilitaron tanto sus datos personales, señalando las respectivas tarjetas, como los de ella misma, propietaria de la vivienda a la que acudían con motivo de lo que denominaron un “posible escape”. Aunque la mujer conocía lo que era un escape de gas, era profana en la materia. No entendió si los detalles que exponían los peritos, en su jerga hermética, podían traducirse en un peligro de muerte. Por ese motivo y, a pesar de que imágenes invasivas de fotogramas de “La Naranja Mecánica”, “El Estrangulador de Boston” o “Funny Games” irrumpieron momentáneamente su cabeza, decidió concederles crédito. Así, resolvió a abrirles la puerta y franquearle la entrada al domicilio.
—Lo siento —se excusó la mujer—. No puedo atenderles durante mucho tiempo, tengo a un familiar enfermo en la casa.
—Se trata de una emergencia, señora —insistió el operario más alto mientras era conducido, junto con su compañero rechoncho, a través de un pasillo hacia una habitación enorme que resultó ser la cocina. Sin demasiado disimulo, ambos hombres fijaron su atención hacia una puerta cerrada al fondo de la estancia con un candado que colgaba por medio de una cadena no muy grande. — No nos llevará más que unos minutos.
-Es aquí –indicó la mujer al técnico señalando un viejo calentador-. Dense prisa, tengo que dar la medicación a mi familiar.
-¿Es su padre?
-¿Perdone?
-¿Es su padre el familiar que tiene enfermo? ¿O su madre? – Preguntó el operario más alto, que parecía ser el lenguaraz de la pareja.
-No –Respondió la mujer-. Mis padres fallecieron en un accidente de coche. Se trata de mi hermano.
-Ah, ¿está enfermo su hermano como consecuencia del accidente? Las carreteras están cada vez peor y si uno se despista pues pasan esas cosas…
-No fue culpa de ellos, se produjo por un conductor ebrio. Colisionó con el coche en el que iban mis padres y mi hermano. El conductor del otro coche resultó ileso por el accidente.
-Ah, ¿y usted no iba en el coche? Que suerte. Espero que el borracho esté cumpliendo su pena. Lo arrestaron, supongo.
-¿Qué…, perdone? – La mujer estaba nerviosa e impaciente. Evidentemente incomoda.
-Al borracho. Le preguntaba que si la policía capturó al borracho.
-No… La policía no lo capturó.
Los dos hombres miraron a la mujer. -Que putada, ¿no? No está bien que alguien así se escape de la ley –Replicó el técnico alto con un tono desafortunado.
-Sí… oiga mire, dese prisa, tengo…
El técnico no dejó a la mujer terminar la frase:
-Sí, sí. Tiene que darle la medicación a su hermano. Mire, – dijo desviando la conversación apuntando con una linterna al calentador de gas –ahí parece estar el fallo.
La mujer hizo un gesto de acercamiento hacia donde le indicaba el operario contemplando durante unos segundos la caldera. Cuando volvió a dirigir su vista al hombre, éste continuaba apuntando al aparato, pero, esta vez, su regordete compañero no lo acompañaba en la escena.
-Oiga, -dijo la mujer mirando a su alrededor- ¿Dónde está su compañero?
Sin tiempo de reaccionar, al terminar la pregunta el técnico se abalanzó hacia ella sujetándola por detrás.
-Vamos a portarnos bien y terminar pronto – Le susurró el falso técnico – Tiene que darle las medicinas a su hermano, ¿no es cierto?
La mujer asintió con la cabeza.
El hombre le sujetó las muñecas, con lo que ella intuyó que eran una especie de bridas, que sacó de uno de sus bolsillos, y la condujo sin resistencia fuera de la cocina a través del pasillo, hacia la única habitación abierta, un salón en la que aguardaba su compañero.
-Aquí no hay nada interesante. –Apuntó su socio cuando los vio entrar en la estancia.
-En la cocina hay una puerta con candado. –Contestó el hombre alto. –Ve a ver que hay dentro. –Ordenó mientras colocaba a la mujer sentada en el suelo, dando la espalda a la puerta y frente a una pared en la que reposaba en la penumbra un hombre en una silla.
-Solo –dijo la mujer sollozando – déjeme darle la medicación, por favor.
El hombre alto se acercó a la silla en la que el enfermo estaba abrigado con una manta que le cubría desde el cuello y le tapaba las manos y los pies. Esa parte de la habitación no estaba iluminada, pero pudo ver parte del rostro del paciente y un rústico soporte de un suero, medio a terminar, junto al mismo.
-Uff, -exclamó el falso técnico echándose hacia atrás –Tiene la cara hecha polvo. Sí que ha quedado mal del accidente. El suero… es para el dolor, ¿no? Le debe doler mucho esto.
El falso técnico nunca había visto nada similar. La cara de ese hombre estaba hundida por uno de los lados y por el otro tenía una especie de placa de metal. La parte de piel que quedaba a la vista presentaba grandes cicatrices y el único ojo que exhibía estaba salido de su cuenca, mirando a un punto imaginario. Le llamó la atención que no estaba en una silla de ruedas, sino en una silla normal como las del resto del conjunto del comedor. El suero tampoco estaba insertado al brazo del enfermo, como él había visto en los hospitales, sino que la cánula se dirigía hacia la espalda del aquejado.
-No es para el dolor -. Respondió la mujer, ya sin sollozar – Es una epidural. Es para…
De pronto empezó a oírse, a un volumen atronador, una percusión de sonidos provenientes de la cocina, y que correspondían al hombre rechoncho intentando liberar la puerta cerrada de la cadena y el cerrojo, impidiendo que se escuchara lo que la mujer decía, aunque esta continuaba hablando, cada vez, por su expresión, de modo más acelerado.
La escena que se desarrolló a partir de aquel momento fue tan atropellada como confusa. El hombre alto se acercaba a la mujer para tratar de escuchar lo que decía conforme veía como la cara de su cautiva se desencajaba cada vez más. La mujer se orinó encima. En lo concerniente al captor, fue tarde cuando comprendió lo que ocurría: la mujer no lo estaba mirando a él, sino detrás de él.
El falso técnico rechoncho terminó su tarea con la puerta de la cocina. Sudando, con el rostro entre rojo y morado y respirando dificultosamente, se restregó los ojos con sus gordotas manos y se dobló por la mitad, como si ese gesto permitiese que el aire encontrase un mejor acceso hacia sus pulmones. La energía depositada en el empeño, y el consecuente agotamiento que había supuesto el mismo, impidió que se percatase de los anormales ruidos provenientes del otro lado de la casa. Todos los recursos del hombre estaban concentrados, en ese momento, en intentar encontrar, con movimientos y tanteos torpes en la pared de la habitación, algún interruptor que diera luz y visibilidad al interior de la estancia. Lo logró. Y habría deseado no haberlo hecho. Entre gimoteos y gritos ahogados, únicamente acertó a articular en voz alta:
-¡HOSTIA PUTA!
Frente a él, en una pared pintada de negro, se descubría, clavada, una piel humana conformando el dibujo de un tosco cuerpo. La piel, en las partes pertinentes, había sido remachada con ropa conformando una grotesca figura, como un burdo muñeco de trapo. Bajo esto, en una suerte de altar, reposaban dos marcos con fotografías. Una de las fotografías era de una familia, la familia de la mujer. El otro marco contenía un recorte de periódico que señalaba al culpable de un accidente de tráfico. Las palabras pronunciadas momentos antes por la propietaria de la casa acudieron a su cabeza como una fulminación reveladora: “No… La policía no lo capturó”.
A trompicones y con traspieses, el rechoncho falso técnico huyó jadeante y corriendo de la cocina hacia la habitación en la que estaba su compañero. Por segunda vez en ese día, también deseó no haberlo hecho. Si la escena que acabada de ver era de pesadilla, lo que a continuación halló fue infinitamente peor: Un engendro enorme, parte humano y parte máquina, sostenía con una de sus extremidades el cráneo de su cómplice, elevándolo del suelo. Los miembros del monstruo que operaban como piernas estaban compuestos, cada uno de ellos, por dos resortes unidos por un eje que permitía que se plegasen sobre sí mismos y hacerlo extremadamente alto. El falso técnico no pudo evitar la representación mental de los muñecos Transformers con los que tanto había jugado en su infancia. Los miembros superiores eran más elaborados, llenos de engranajes, artefactos y diferenciales que componían una maquinaria compleja. En lugar de mano, la extremidad que sujetaba a su compañero terminaba en una garra que abarcaba todo el cráneo del hombre, la cual, de alguna forma, estaba insertada dentro de su cabeza, de modo que le posibilitaba darle vueltas al cuerpo, el cual se movía, aún vivo y con los ojos en blanco, entre espasmos. La otra extremidad superior terminaba en un juego de cuchillas que se desplazaba sistematizada e incesantemente, como si de una batidora trituradora de cocina se tratase, operando en el cuerpo sostenido. Lo estaba literalmente mondando. Le estaba pelando de modo perfecto la piel, sin apenas sangre, sin apenas sonido, sin apenas quejas, únicamente un rumor de gorgoteo emitido por el cuerpo contenido. Mientras tanto, la mujer, llorando y tirada en el suelo, le gritaba: ¡Escape!