Por: Sitri Deimos
Fragmento de «Las Leyendas de la Carne»
Segundo RELATO DE LA TRILOGÍA DEL ANTIBIÓTICO
No es patria de pobres, ni de ricos. No es patria de timoratas sensibilidades. Es patria de la delectación, el goce y el deleite. Es patria del lamento, el sollozo y la agonía. Su nombre, con pintura roja sobre un cartel a la entrada del pueblo, no lo recuerdo, como tampoco recuerdo allí mi propio nombre, ni recuerdo quien soy, ni mi ocupación, ni el tiempo que ha trascurrido desde mi llegada. Recuerdo, en cambio, haber viajado ya otras cien veces a ese lugar imperado por Oromasis, y dedicado, por su naturaleza, forma y el trascurrir de las eventualidades que en este acontecen, a la deidad Hul-nam-hul.
Rodeada de mar, no hay forma de acceder a esta tierra sino a través de los sueños. Una isla dichosa, de luminosidad extrema durante el día y una oscuridad tan absoluta durante la noche que ni siquiera las esplendorosas estrellas, y la luna siempre llena que atavía su cielo, son capaces de alumbrar.
Son extraños los días en este pueblo. Son extrañas las noches. Y son extrañas las jornadas que amanecen y atardecen sin obedecer al tiempo. El mar, con su agua cristalina, penetra dentro de esta región conformando una suerte de gran lago de matices, por el contrario, no límpidos, sino opacos y enlodados. A este estuario lo rodean unos exuberantes cerros erizados de piedra gris y parda, la única parte del pueblo de este color, puesto que es casi en su totalidad blanco, que estancan sus aguas y en las que reside La Gran Salamandra. Esta excepcional criatura, del color apagado de las rocas que rodean a su hábitat, no se deja ver con frecuencia, y son pocos los testimonios que afirman haber avistado alguna parte de su cabeza, cola o envés. Es dicho que La Gran Salamandra nunca abandona el lago, dado que su enorme tamaño no le permite salir del mismo debido a que la pequeña apertura que da paso al mar no puede albergar su envergadura. La gente del pueblo no se acerca al lago, ni a esas estructuras montañosas con frecuencia, pero yo me sumergí en sus aguas una vez, y también una vez vi a La Gran Salamandra, de piel apagada, gris, plomiza y cenicienta. El agua era densa y avanzar suponía una tarea ardua. Aunque el tacto, al primer contacto con la piel, era viscoso y desagradable, la corriente propia del lugar lo arrastraba a uno hacia su interior, y era tal el vacío de este lugar, y la dificultad de moverse en este medio, que poco a poco era obligado el quedarse quieto, estático, inactivo. Y a esa inercia provocada por la naturaleza de este entorno la prorrogaba una necesidad casi vital de apatía, abandono e indolencia inmune al más fuerte de los deseos de actividad o motivación. La anhedonia y la abulia colman esas aguas tanto como escasea la ilusión, el anhelo o el ánimo. Y no es tristeza, desconsuelo o pena lo que allí te cubre, sino una apatía displicente capaz de la más absoluta inapetencia.
No se conoce cómo llegó La Gran Salamandra a esas aguas ni tampoco se conoce el motivo de su formidable magnitud. Habladurías y rumores murmuran acerca de una salamandra propia del lugar que, perdida, cayó a las aguas del lago y que, sin conocer cómo abandonar las mismas, se alimentó durante años de sus aguas, perdiendo el color vivo de sus hermanas y creciendo en tamaño, así como aumentaba consonantemente su pasividad. Otras habladurías atribuyen este fenómeno al emperador de esa tierra, Oromasis, el cual vomitó una gran salamandra descolorida que se había nacido dentro de su cuerpo por la unión de todos los detritos de inapetencia y hastío que había acumulado en su vida, librándose, de este modo, por siempre de los mismos.
Contrariamente a la densidad y opacidad de las aguas del lago, el resto del mar que rodea el pueblo es traslúcido y fresco. Tras este puede verse todo tipo de vegetación marina y peces, además de las salamandras oriundas y propias del lugar, cuyo tamaño es el esperado, y que no ostentan la corpulencia de su hermana del lago. La arena de las playas es fina y blanca, como blancas son también todas las construcciones del término, que se edifican verticalmente, sobre un montículo en cuya cúspide se ubica la residencia de Oromasis. Los domicilios, con este tipo de estructura, conforman un retorcido cerro de encalado blanco situándose unos sobre otros, y cuyos accesos son estrechos y empinados caminos de piedra de terraza que se abren a ambos lados para dar paso a las viviendas, erigidas sobre la piedra del montículo, como pequeñas cuevas. La tradición del lugar narra que la ornamentación de los pueblos mediterráneos fue soñada en este lugar.
Cuando se deambula por los senderos de esta región, se pueden observar pequeños arriates, cada uno correspondiente a una casa, situados en el acceso a las mismas, como si fueran símbolos de bienvenida al que allí acude. Los arriates son una suerte de peceras del mismo material encalado blanco del que se constituyen todas las construcciones, siendo más un apéndice o continuación de las casas que un añadido. Cada arriate contiene vegetación, cantos rodados y salamandras de un solo color que combina multitud de tonos del mismo, y que coincide, asimismo, con el color de la puerta de su correspondiente vivienda y de su interior. Hay arriates de aguas rojas, amarillas, verdes, naranjas y de cualquier color imaginable. Así, si el arriate es de aguas azules, contiene piedras semipreciosas de variados matices, flores y plantas de las más diversas tonalidades, y salamandras que combinan este color azul común a todos estos elementos, de un modo incomparable con nada que anteriormente un hombre haya visto.
Si se contempla fijamente un arriate, el tiempo se paraliza y pueden trascurrir horas descubriendo tonos imposibles de color y detalles que emergen a la vista a cada instante. Si se sumerge la mano en el agua que contienen los arriates se percibe una sensación que nuestro lenguaje es incapaz de describir, sumamente placentera a la vez que dolorosa. No es conveniente beber de estas aguas, pues se creen sagradas y, en el caso de hacerlo, los sentidos se obstruyen. La vista se colma de impulsos, alcanzando a percibir el más leve gesto del más pequeño insecto. Todos los ángulos hacia los que se dirige la visión recogen los más minuciosos detalles, los cuales se aprecian todos al mismo tiempo, de modo que observar algún objeto es el más horrible de los suplicios. Se percibe, a su vez, un intensísimo olor amargo dolorosamente penetrante en las fosas nasales, combinado con un sinfín de perfumes de diversa índole cuyo aroma puede sentirse hasta en la piel. En los oídos estallan multitud de ruidos del exterior y del interior, el aleteo de un insecto volando, el movimiento de las hojas de las plantas, la sangre fluyendo, los nervios del cuerpo funcionando… Cualquier sonido es identificable. Si se origina un chasquido un poco más elevado, el dolor que este provoca es intolerable. El gusto adquiere una sensibilidad imposible. Sabores de todo tipo se suceden simultáneamente, sin dar tiempo a diferenciar unos de otros. Degustaciones dignas de las más exquisitas creaciones culinarias, hasta saboreos de naturaleza desagradablemente repugnante que provocan la más insufrible de las náuseas. El tacto se vuelve crudo como en carne viva, pero, a su vez, capaz de sentir el más intenso de los placeres a cada roce que provoca cualquier mota de polvo o el más leve soplar de una brisa. El cuerpo se inmoviliza al no ser capaz de asimilar tal cantidad de estímulos y tal cantidad de intensidades. Esto es lo que ocurre al beber de las aguas de los arriates.
El interior de las casas es similar en todas ellas, y no cuentan nada más que con unos lienzos que hacen de lecho, una pequeña ventana que se orienta al sendero, dado que estas habitaciones se incrustan en el montículo, y una bañera de piedra del color de la puerta y del agua del arriate. El tamaño de cada estancia no puede albergar a más de tres personas y nunca, en ninguno de mis viajes, he visto a nadie en su interior.
Los alimentos en esta tierra son frescos o calientes en función de la temperatura del momento, la cual sube enormemente o baja súbitamente sin un criterio estacional o meteorológico racional. Los víveres se encuentran en la tierra, en el mar o en algunos árboles o arbustos que componen la vegetación del lugar. Se consumen crudos, sin necesidad de ser cocinados, y combinan sabores exquisitamente ajustados. Así, hay frutos con un extremo sabor a licor y carne. A miel y fruta y queso. A vino dulce y pescado. A sabrosas cecinas y pan. A gustos y texturas que pueden resultar al paladar tan dulces como amargas.
El viaje a estas tierras es una dádiva del sueño, un privilegio onírico que solo unos pocos pueden relatar. Y el temor a perderlo, a dejar de soñarlo, se convierte en la principal aprensión de aquellos que lo han llegado a visitar alguna vez.