Por: Sitri Deimos
Fragmento de “Las Leyendas de la Carne”
Llegado su decimosegundo cumpleaños, su padrino le entregó el más preciado de los regalos que le podían ser ofrecidos: la oportunidad de ser aprendiz en La Magna Biblioteca.
Fue en los primeros días de trabajo, entre escritos y manuscritos, cuando comenzó a leer entre líneas, a escuchar susurros en los rincones y voces en las sombras que atestiguaban la existencia de libros de magia, de códices que portaban el mayor de los conocimientos. Y fue también en los primeros días cuando el aprendiz se propuso encontrarlos. No tardó en hacerlo, no dudó en robarlos y no temió en leerlos.
Había diversos tipos de trabajos mágicos bajo las escrituras, pero a él solo le interesaba el conocimiento, saber sobre todo y todos y ser el ser más sabio que habitase en el mundo. Leyó sobre un dios que todo lo sabía y que todo conocimiento otorgaba.
Se entregó al ritual. Su devoción, voluntad y entrega impresionaron a la deidad, la cual lo consideró como un digno suplicante. Se mostró ante él hecho carne. Su envergadura a otra escala no humana, su aspecto imposible, de ser de pesadilla de nervios, carne y tendones alterados, hicieron que el muchacho casi desfalleciera. Pero sus ansias de conocer eran mayores que cualquier visión atroz. Se dirigió al monstruo:
-Deseo…
-Sé lo que deseas.
-Sí así es, puedes darme conocimiento.
-No como tú lo entiendes. Existen condiciones de infinitas terminaciones nerviosas. Estados que tu imaginación, por sagaz que sea, no podría ni siquiera soñar.
-¿…sí?
-Oh, sí. Desde luego que sí.
-Muéstrame.
-No habrá vuelta atrás. ¿Entiendes eso?
-Muéstrame.
No hizo falta una nueva invitación. Oyó el crujido del hueso de su propio cráneo acompañado de un dolor indescriptible. Sintió cómo la mandíbula se desencajaba de su lugar y la lengua caía fuera de su cavidad bucal. Sus sentidos se agudizaron, potenciados hasta límites inhumanos. El dios ya no estaba. En su lugar, sobre la mesa, sus manuscritos aparecían sobrescritos, en un idioma extraño, en un lenguaje que sabía que solo él comprendía. Comenzó a leer.
Conoció el principio. El día de su nacimiento. Conoció lugares, tierras inexploradas más allá del gran océano. Conoció hongos que podían curar la peste y la putrefacción de las heridas que causaban la muerte de los hombres. Escuchó el chasquido de su propia nariz rompiéndose. A cada nuevo conocimiento, su cabeza crecía sin demarcaciones físicas. Y conoció que siempre sería un aprendiz.
Supo de plantas que podrían aliviar su dolor, más creciente en cada frase leída, más intenso, inimaginablemente violento, engordando a la par que su cabeza. Supo que la inserción de un catéter largo y flexible, colocado en uno de los ventrículos del cerebro, y derivado a su peritoneo, aliviaría la presión encefálica. Y supo que esa noche, si se recostaba, moriría de un derrame cerebral por el peso de su cabeza.
Los días se sucedieron aumentando el conocimiento y el sufrimiento, aunque el muchacho ya no era consciente del tiempo. Uno de los ojos se salió de su cuenca. Aprendió como dominar a los hombres y a las mujeres. Aprendió como hacer artefactos más veloces que los caballos y otros que surcaban los cielos. Aprendió que el hombre era estúpido y esa estupidez tenía fanatismo de nombre. Aprendió sobre bestias mecánicas de batalla, monstruos artificiales y que La Gran Guerra no sería la mayor de ellas. Y aprendió qué era el asco.
Entendió que La Magna Biblioteca sería la más grande jamás creada. Entendió cómo el hombre no quería entender, y cómo conflictos en nombre de dioses contrarios al conocimiento comenzaron a darle muerte. Vio su devastación cuando la tierra la tragó y el mar la enterró, tras arder fruto de las llamas, quedando destruida para siempre. Y entonces, lloró.