Por: Sitri Deimos
Fragmento de “Las Leyendas de la Carne”
Eran pocas las veces en las que se había enamorado. Ya de niño, el fervor hacia una maestra de su escuela. Más tarde hacia su compañera de pupitre y subsiguientemente de trabajo, una vecina y alguna amistad. Y eran muchas las veces en las que había sido rechazado. Todos los intentos de comenzar una relación sentimental habían resultado infructuosos. La mayor parte de sus conocidos estaban casados o emparejados y lo mismo sucedía con su círculo familiar. Observaba como el mundo encontraba pareja, hallaba el amor, pero a él nunca le sucedía.
La presión social y familiar, que en un principio resultaba anecdótica, fue convirtiéndose, poco a poco, en una coacción que iba en aumento con el paso de los años. Envejecía y veía como a su alrededor todos amaban y eran amados, excepto él.
Esta situación, que empeoraba con el paso del tiempo y alcanzaba su auge cada reunión familiar navideña, lo hizo reservado, tímido y con una cierta fobia social. Ya no se divertía saliendo con los que antaño llamó amigos. Se convirtió en un ser aislado y aceptó, resignado, la reclusión social como única alternativa contra el sufrimiento de ser consciente de su no elegida falta de amor. Se despreciaba y se odiaba por ser como era, una persona a la que nadie podría jamás amar.
Sus largas horas de clausura las ocupaba leyendo. Lo peor eran las tardes de los domingos. Detestaba su trabajo y los días de la semana trascurrían pesados y monótonos. Luego, el fin de semana era un recordatorio de su desamparo. Por la ventana veía como vecinos y otros desconocidos paseaban con sus familias y sus parejas. Se sentía amputado emocionalmente, vacío y abatido. La vida, para él, había dejado hace mucho de tener sentido.
Sus únicas y escasas salidas al exterior las ocupaba en visitar establecimientos de libros usados. En ellos encontraba lecturas poco comunes, libros que le permitían evadirse y así olvidar la desfavorable realidad. Y fue en uno de estos escritos en los que descubrió referencias a una deidad, Nam-Ki-Áĝa, a la que se le atribuía el poder de conceder el amor.
Primero fue la curiosidad, posteriormente el interés, y finalmente la obsesión. A pesar de no ser cuantiosa la información sobre esta entidad, sí llegó a compilar algunos rituales que facilitaban su invocación. Resuelto a logarlo, desatendió la lectura a favor del trabajo mágico y se abandonó por completo al mismo. Su insistencia fue plena. Se entregó enteramente a la invocación de la deidad que le otorgaría el ansiado amor que toda la vida había anhelado. Y Nam-Ki-Áĝa lo escuchó. Percibió sus plegarias, su sufrimiento y su dolor. Distinguió su desconsuelo, su angustia y su aflicción. Y lo consideró como un suplicante digno.
La ejecución fue inminente. Sin sangre, sin masacre y sin piedad. Hubo sacrificio, hubo dolor y hubo sufrimiento. Precisa, como una incisión quirúrgica, los semblantes ególatras y narcisistas le fueron extirpados y sustituidos por voluntad. Quedó excluida la significación de la opinión ajena, así como las pautas de procedimiento que regulaban sus relaciones. Las prioridades brotaron punzantes, en su mente, patentes, evidentes y obvias. Todas centradas en su persona y despojando los cánones establecidos únicamente por la mera imposición sin sentido de los mismos. Se produjo, no sin tormento, una absoluta aceptación y conocimiento propio. Fue doloroso. Las necesidades personales vencieron a las obligaciones del entorno que no le resultaban beneficiosas. Se destruyó el sentido de compromisos indeseables y que a nada le conducían, así como se despertó un sentido de repugnancia hacia las personas que le resultaban perjudiciales o que nada le aportaban.
Sin despreciar al resto, dijo “no”. No volvió a desear, ni a padecer emociones improductivas. Actuó, eligió, se responsabilizó y respetó. Sin juicios ajenos, sin entrar en valoraciones, sin culpa y sin miedo. Paulatinamente el vacío dio paso a la plétora, haciendo que la soledad perdiese su significado.
Y en todo ello, encontró el amor más inmenso imaginado, correspondido y jamás experimentado. Una adoración tan colosal que cualquier dios sentiría el más hondo de los celos. Una devoción de tales proporciones que ni siquiera la más cruel de las traiciones corrompería. Un amor palpable, corporal y perceptible hacia el ser que le devolvía su imagen en el espejo.