Amanecer de los Corazones Negros

Suicidio

Por Javi Ero

Aprieto fuertemente mis puños, hasta notar como fluye la sangre por las muñecas, haciendo que el agua de la pila se vuelva roja.


De repente, noto como me pegan dos hostiazos fuertes en la cara, de esos que suelen darte para que espabiles, y vuelvo en mí.


Tras recuperar un poco la visión, se planta ante mis ojos un bellezón de mujer, que estaba cortándome la hemorragia de los cortes.


Llevaba el pelo largo y castaño, ojos de mala, cara de viciosilla, y no os cuento más porque quiero ir directo al rollo.


El caso es que mientras estaba haciendo la faena, me estaba comiendo la oreja con el típico discursito que le suelen dar a los suicidas, que era psicóloga y podía hablar con ella cuando quisiera… que sería bien recibido.


Estuvimos mínimo tres horas hasta que logré recuperarme del todo, y, en ese tiempo, me enteré de que era de Noruega (estaba aquí de Erasmus acabando la carrera) y que le di un buen susto al salir del váter, reptando como una serpiente malherida sin rumbo a ninguna parte y dejando el rastro de sangre en el puto suelo. Cuando vio que perdí el conocimiento hizo esa mierda que llaman torniquete y empezó a abofetearme la cara hasta que recuperé la conciencia.


También me hizo la típica preguntita de porque hacía esas cosas a mi edad, como si fuera mi vieja, cuando realmente no debía pasar de la mía.


Llevaba tiempo obsesionado con la muerte: yo siempre había sido el típico chico marginado y raro al que le encantaban esos rollos y los demás me importaban más bien poco, aunque fueran familia. Apenas me relacionaba con ellos, pero sin llegar a ser autista. Vamos, lo que se dice un misántropo.


Decidí dejar la parada del metro, despedirme de la chica, y pensar lo que había hecho con calma mientras iba a comer algo.


Entre en un típico bar de barrio y me pedí cabezas de cordero, con sus sesos, su hígado, sus costillas, su pata y su lengua… pura delicia.


Empecé a comer más por recelo que por hambre y cuando me quise da cuenta, había dejado el plato limpio (excepto los huesos, claro) y como la comida había sacado de mí mi ángel tocapelotas, decidí hacer un “sinpa” y salir cagando hostias.


Había empezado con mucha energía en el cuerpo y el estómago moviéndose hacia un lado y otro hasta que me cansé y uno de los camareros que salió tras de mí me cogió del hombro, haciendo que yo le soltará un directo de estos espontáneos a su cara y se desplomara. Me dolían un huevo los nudillos y el tío se había quedado ahí planchado; lo había dejado tieso de un solo golpe, para flipar.


Lo mejor de todo es que no sentía nada de arrepentimiento; mi odio por la gente era tal, que no miraba pelo si hacía o no mucho daño: la movida era quitárselos de encima y ya está, no importaba el método.


Mi cuerpo me pedía un poco de marcha, de hecho, le tiro a toda droga conocida y por conocer, por si acaso me muero antes. Así que fui y cogí un poco de farlopa para culminar la noche.


Sentía como se me dormía la garganta después de darle al tabique, y como ya me lo había hecho todo, decidí coger un poco más e ir a casa de la chica de antes, ya que sólo me dio su dirección, y yo no tenía móvil.


Anduve como unos cuatro kilómetros hasta llegar a un bloque de pisos de los años 60 que aún conservaba el símbolo de la Falange y todo. Aporreé el telefonillo como unas 15 veces hasta que me contestó la chica esta y me dijo que subiera, más por educación que por ganas, ya que eran las tres y media de la noche.


Me senté en el diván que tenía en la consulta y ella sacó unas Cocacolas, mientras yo iba pintando unas señoras tronchas (ya que me iba a drogar, que fuera por todo lo alto). Sentimos como iba subiendo todo el polvo por el tabique hasta pasarlo por la garganta, y empezamos a hablar como sólo lo hacen los que van de farlopa.


Eran las siete y media de la mañana, y, aunque no tenía ganas de irme, ésta tenía cosas por hacer así que, ella hizo su marcha y yo la mía, le di dos besos y aceptó encantada a quedar por la tarde.


Tenía mucho tiempo que matar así que me fui al puente a ver pasar los coches mientras me fumaba un buen leño y empezaba a notar, por primera vez en mi vida, que alguien me importaba de verdad.


Después de haber estado tirando piedras a los carros que pasaban por debajo, me fui a mi casa a dormir aunque fuera un poco… no lo había hecho en toda la noche y la verdad es que me la sudaba, pero por volverla a ver y matar el tiempo uno hace lo que haga falta.


Eran las cuatro de la tarde y sonó el despertador, le di un golpe para que dejara de sonar y me vestí y arreglé rápidamente, ya que había quedado con ella en media hora y no quería hacerle esperar.


Quedamos en el mismo sitio donde nos conocimos, a ella no le pareció mal. Tardó unos diez minutos en aparecer; a cualquier otro no se lo hubiera perdonado, pero es que era tan bonita…


Fuimos a una cafetería de pijos, yo me pedí un café con leche y un croissant y ella un zumo de piña y un trozo de pizza margarita.


Allí, ella me comentó que podía soltar todas mis frustraciones, temores y demás escribiéndolos y que ella haría lo mismo, y nos lo intercambiaríamos, como si de una terapia mutua se tratase.


Uno no tuvo mucho trato con las tías así que decidí seguirle el rollo y fueron pasando los días, las semanas y los meses.


Hasta que un día la tía quiso pegarse el fiestón padre, y yo no pude decirle que no. Significaba tanto para mí…


Entonces apareció en mi casa con una bolsa que tenía la mejor droga de la ciudad.


Empezamos a hacernos tranquilamente, sin pausa, pero sin prisa, hasta que a las dos horas la tía se puso cachonda perdida y yo también, aunque el cimbel no se levantara ni a la de 3 a causa de tanta perica y tanta mierda acumulada.


Empezó a pasarme la mano por el hueval, acariciándolo con ternura y muy lentamente. Luego desabrochó los pantalones y se metió mi polla flácida en la boca, empezándola a aspirar y a lamerla.


Yo tenía el capullo al rojo vivo, era mi primera vez, y estaba tan cachondo que no pude evitar correrme con potencia en su boca.


Pasó un rato y decidí comerme un cacho de tripi, y ella otro. Más tarde decidimos volver a intentarlo: costó un poco más, pero me encantó sentir mi polla apretándose en su coño estrecho.


Íbamos tan ciegos que mientras estábamos en el lío nos poníamos a reír como locos, a decir tonterías sin sentido, y lo mejor de todo es que realmente nos importaba una mierda.


Como ya estaba cansado y notaba que me venía decidí soltarlo todo en su barriga. Le limpié con un papel, y decidimos pintarnos un trifásico.


A mí me entró de categoría y a ella también, pero, de repente, vi cómo se quedaba sin aire y paralizada en la cama, sin que soltara el más mínimo aliento de vida.


Empecé a llorar como un enano, ya que se había ido parte de mí, alguien que me hizo creer en la humanidad en este mundo de mierda.


Llevaba un sofocón tremendo y tras comerme cien mil veces los sesos, decidí que iba a volarme la tapa: al fin, cumpliría mi sueño. Si tan obsesionado estaba con la muerte, la alcanzaría.


Fui al armario. Saqué el rifle de mi abuelo. Puse una bala en él, lo cargué, y me senté en el escritorio que daba frente a la cama.


Me puse en dirección a ella, mirándola por última vez, y poniéndome poco a poco el cañón en la garganta.


Lo de las despedidas nunca fue lo mío, así que ni me molesté en escribir una de esas cartas de suicidio. Pensé en cuatro gilipolleces mientras seguían cayéndome las lágrimas, y apreté el gatillo haciendo que mi cabeza explotará, se apoyara en mi brazo derecho (que estaba reposado en la mesa) y los cachos de mi cerebro, junto con la sangre, esparcidos alrededor de mí.


Amanecía, y de la noche a la mañana, nuestros corazones quedaron hechos carbonilla.

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