Hoy ha sido un día malvado, ¿eh, Gran Maestre?” dijo Manuel California con una sonrisa maliciosa. Su apariencia era clónica: cabeza rapada, chándal genérico y camiseta sin distintivos.
Había llegado al lugar en un coche de gran cilindrada, aunque ya usado, cuyo origen se explicará en otro momento.
El Gran Maestre, un hombre anciano y a veces un poco desorientado, profirió un gruñido y soltó una serie de vulgaridades.
“Los Molkovitas esperan su… digamos… compensación…”
Manuel se apoyó en la pared, observando al anciano con una mezcla de burla y curiosidad. El Gran Maestre, con sus ojos cansados pero aún llenos de una astuta chispa, levantó la vista y fijó su mirada en Manuel.
“¿Y qué les hace pensar que la recibirán?” preguntó el Gran Maestre, su voz teñida de sarcasmo.
Manuel se encogió de hombros. “Las promesas se hacen para cumplirlas, o eso dicen. Y los Molkovitas no son conocidos por su paciencia.”
El Gran Maestre resopló, levantándose lentamente de su silla. “La paciencia es un lujo que pocos pueden permitirse, y menos aún ellos.” Caminó hacia una ventana, mirando hacia el exterior con aire pensativo. “Pero la paciencia no es lo único que se necesita para sobrevivir en este mundo.”
Manuel cruzó los brazos, esperando. “¿Y qué más se necesita, Gran Maestre?”
El anciano se volvió hacia él, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. “Astucia, Manuel. Astucia y un poco de suerte.”
En ese momento, se escuchó un ruido a lo lejos, un motor potente acercándose. Manuel frunció el ceño y miró al Gran Maestre. “¿Esperabas compañía?”
El Gran Maestre negó con la cabeza lentamente. “No, pero parece que la compañía nos ha encontrado.”
El Gran Maestre describió el trabajo Molkovita en la casa angular como un esfuerzo fragmentado, incoherente, y totalmente inadecuado. Sus manos temblorosas acariciaban la barba canosa mientras observaba la estructura con desdén.
“Esto es una burla,” gruñó. “Un trabajo hecho a parches, sin ninguna coherencia. Inaceptable.”
Manuel California, apoyado despreocupadamente contra una de las paredes irregulares de la casa, se encogió de hombros. Con su estética clónica—cabeza rapada, chándal genérico, camiseta sin distintivos—parecía casi indiferente al caos arquitectónico que lo rodeaba.
“Es exactamente lo que necesitamos,” respondió con una sonrisa maliciosa. “Lo suficientemente malo como para que la gente vaya a ver a A. H. Después de todo, no es ni humano.”
El Gran Maestre frunció el ceño, sus ojos cansados pero astutos se clavaron en Manuel. “¿Y crees que esto atraerá a la gente?”
“Por supuesto,” dijo Manuel, su voz cargada de confianza. “La curiosidad siempre ha sido una fuerza poderosa. Y la gente se siente atraída por lo extraño, lo inexplicable. Este lugar, tal como está, es un imán.”
El anciano suspiró, volviendo la vista hacia la casa angular. “A veces, Manuel, me pregunto si realmente entiendes lo que está en juego.”
Manuel se rió entre dientes, un sonido que resonó en el aire denso del atardecer. “Entiendo más de lo que crees, Gran Maestre. Y sé que, a veces, la clave del éxito está en lo inesperado.”
El Gran Maestre permaneció en silencio por un momento, contemplando las palabras de Manuel. Luego, asintió lentamente. “Tal vez tengas razón. Tal vez lo inadecuado sea, después de todo, lo adecuado.”
Manuel sonrió, sabiendo que había ganado otro pequeño enfrentamiento en su eterna partida de ajedrez verbal con el Gran Maestre. Se dio la vuelta, dispuesto a marcharse, pero se detuvo en seco al escuchar el sonido de pasos acercándose.
“¿Quién viene ahora?” preguntó el Gran Maestre, tensando su postura.
Manuel miró hacia la dirección de los pasos, su sonrisa maliciosa se ensanchó. “Parece que nuestros visitantes han llegado.”